viernes, 15 de noviembre de 2013

Trece vistas de la nieve en Japón

Casi no hay cuadra en Tokyo en la que no haya un lugar para comer. Estos lugares tienen en el exterior, frente a la puerta de entrada, unas cortinas muy cortas, generalmente puestas a la altura de la cara, que hacen que el interior sólo pueda ser entrevisto. Cuando las cortinas se sacan y el local parece estar abierto, es que está cerrado. Mientras que cuando las cortinas se interponen entre el local y uno, obstaculizando la visión y el paso, es que está abierto. El principio básico del erotismo y la estética (a saber, el hecho de que para que algo resulte más atractivo hay que ocultarlo parcialmente), parece estar tan asentado en la sociedad y la cultura japonesas, que hasta se aplica a las fondas de comida.
Lo primero que experimenta el viajero en Japón es una confirmación de la propia existencia. Quien se sienta angustiado con respecto a la realidad del propio yo, en Japón sentirá rápido alivio, y hasta puede ocurrir que se sienta no sólo existir sino existir en exceso: hasta tal punto la sola propia presencia obliga a los japoneses a la reverencia, al pedido de perdón o de disculpas y al agradecimiento sin descanso. Se entiende que el budismo y las disciplinas ascéticas y meditativas del zen hayan sido tan valoradas a lo largo de la historia japonesa, ya que la disolución del yo que propugnan en ningún otro lugar del mundo debe ser tan difícil de conseguir. “¡Irashaimasé!” El grito repetido que es la señal de bienvenida en cualquier negocio, local o restorán al que uno entre, brota de un modo automático no tanto del individuo que lo emite sino del ser social japonés, y se repite como un eco en el tiempo. Yuki me pregunta qué opino del servicio en general ofrecido en los comercios japoneses. Digo sin dudar que no puedo imaginar un servicio mejor. Me pregunta si no me parece exagerado. A veces sí. El grito de bienvenida me resulta tan impersonal y afectado que preferiría una recepción muda. No dejo de notar que esa legendaria hospitalidad tiene mucho de retórica, es decir, de convención y de artificio, pero nunca es vana. Que posee sustancia es fácil de verificar dirigiéndose a cualquier persona en la calle con alguna pregunta, duda o dificultad. Los esfuerzos por ayudar son tan genuinos que uno hasta termina entendiendo lo que le dicen en japonés. Y también es espontánea. Un día, yendo de Himeji a Okiyama en un tren casi colmado, me disponía a beber un néctar de durazno recién comprado, cuando descubro que la pajita plástica que lo acompañaba, necesaria para beber de un modo decoroso del recipiente de cartón, había desaparecido de la bolsita en la que me lo habían vendido, por lo que me dispuse a tomar directamente del cartón. Como si hubiera estado sentada esperando ese momento, como si esa hubiera sido su función en el tren o incluso en el mundo, cuando me di vuelta para ver quién me golpeaba en el hombro me encuentro con una señorita con la mano extendida ofreciéndome justamente una pajita. En definitiva, la primera lección aprendida por el viajero en Japón, amable y afantasmado lector, es de orden ontológico y se resume en unas pocas palabras: los demás existen, yo existo.

Como bien la describe una de mis guías, Tokyo es menos una ciudad que un anillo de ciudades, interconectadas por autopistas y ferrocarriles subterráneos o elevados. Una buena medida de sus dimensiones se obtiene en las estaciones de subte. Como en todo el mundo, estas estaciones tienen varias salidas. Comete un serio error el viajero que crea que puede optar por cualquiera en la suposición de que no estarán separadas más que por no demasiados metros y que una vez en la superficie corregirá la precisión de su andar tentativo. Me pasó en Ueno, donde ya había estado unos días antes y por cuyo enorme parque ya había paseado. Cuando volví a ir salí por una escalera cualquiera, convencido de que a pesar de la vastedad de la estación saldría en algún sector del parque y que rápidamente me orientaría. Después de caminar varias cuadras sin ver ni rastros del parque, y ya preguntándome si no me habría bajado en la estación equivocada, decidí desandar mi camino y salir por la salida adecuada. Pareciera que cada salida correspondiera no tanto a distintas partes de la ciudad como a ciudades diferentes, o incluso a ciudades de mundos paralelos que sólo se contactan brevemente en las estaciones de subte. Tokyo es un mandala urbano, un acertijo y un enigma, sólo apreciable desde la cuarta dimensión de lo que vendrá.

¿Qué es un escarbadiente? Yo diría que es un cilindro delgado de madera con dos puntas afiladas para hacerle cumplir su función. Descripto de esa manera, para un japonés es una redundancia y una oportunidad perdida, e incluso un modesto escándalo. El japonés razona que una única punta afilada es necesaria y suficiente para el correcto funcionamiento del escarbadiente y procede a sacrificar la segunda en el altar que lo acompaña desde hace siglos: el de la estética y el diseño. Sólo una vez que ha hecho en ella dos prolijas ranuras anulares paralelas, que ha redondeado el fragmento intermedio de madera, y que ha incluso delicadamente oscurecido el extremo apenas convexo de esa punta del instrumento, es que el japonés puede proceder con tranquilidad a extraer los fragmentos de yakitori que le hayan quedado entre los dientes. Yuki se ríe.

El arroz es el gran enemigo del fútbol japonés. Todos los lugares que en Argentina serían potreros, en Japón son plantaciones de arroz: al costado de los caminos, junto a los puentes o las vías del tren, en lotes vacíos entre edificios o construcciones. Lo que es ciertamente de lamentar, ya que las dos veces que vi jóvenes jugando lo hacían con habilidad y movimientos propios de la más pura y milenaria tradición sudamericana, y casi todos, para mi sorpresa, juegan con las dos piernas. Sólo tienen el defecto de la muy escasa presencia física. El día que agreguen a su indudable comprensión estética del juego la decisión con la que encaran un combate de sumo, serán rivales de temer.

Ninguna guía me había advertido sobre un riesgo muy concreto que me esperaba no en las calles sino en las veredas de Tokyo y de Kyoto: las bicicletas. El japonés se desplaza por las veredas de su ciudad, sépalo el desprevenido lector, a toda velocidad. El peligro es real, hasta el punto de que una noche fui arrollado por una silenciosa bicicleta que me atacó desde atrás en las veredas de Kawaramachi Dori, a orillas del Kamogawa. No importa adónde dirija uno sus pasos, se encontrará con los ubicuos ciclistas haciendo girar sus dobles ruedas, tal vez como permanentes recordatorios budistas de la rueda del karma y del dolor, y de su contrarrueda y antídoto, la rueda del dharma y el conocimiento que hace dos mil quinientos años echó a rodar un príncipe nepalés.

En un McDonald’s de Nara pedí un poco de sal para mis papas fritas. Una vez comprendido el pedido, el estupor de lo inesperado recorrió las caras de las empleadas. Hasta que una de ellas tomó una bolsita de papel de las que usan para poner las papas fritas, tomó el gran salero que usan para cocinar y virtió unos cuantos granos de sal en la bolsita, que enrolló con cuidado y me entregó con una sonrisa, para alivio de sus compañeras y para restauración del orden universal.

El jardín de Rikuji-en en Tokyo está construido de modo que las distintas vicisitudes de sus senderos, estanques, elevaciones y puentes aluden a ochenta y ocho poemas japoneses célebres. Lo que me hace pensar en el teatro de títeres o bunraku, donde el titiritero actúa a la vista del espectador. Lo que me hace pensar en el teatro noh, donde los actores, cuando no usan la máscara, la imitan con su cara. Lo que me hace pensar en el kabuki, en el que los actores acostumbran imitar a los títeres del bunraku. Para los japoneses, la idea de que la naturaleza imita al arte es de tal obviedad, que hace siglos que su arte consiste en imitar a la naturaleza imitando al arte.

En los templos budistas y shintoístas se practica la quema de inciensos. Grandes incensarios ubicados frente a los principales recintos del templo convocan el fervor de los creyentes, que los colman de grandes bastones de incienso de colores, y que usan las manos para esparcir el humo sobre sus cuerpos y sus cabezas. Prácticas similares en el cristianismo, el hinduismo y tantos credos del mundo, sugieren una íntima conexión entre el humo y la religión. El misterio, lo entrevisto, lo que es materia de revelación, el secreto, las posibles visitas desde el más allá, se avienen a la compañía del humo y sus remedos de tiniebla. Ahí te ofrezco, humeante y tenebroso lector, materia para tus cavilaciones.

El templo budista en cuyo cementerio eligió ser enterrado el escritor Junichiro Tanizaki no es una atracción turística, y por lo tanto carece de información que ofrecer al visitante. Después de recorrer el cementerio y tratar infructuosamente de ubicar la tumba, le pregunté a una mujer que barría el lugar. Intenté hablarle en inglés, pero sólo obtuve su reacción temerosa. Nuestras lenguas infranqueables resultaron compartir un único vocablo, pero ese vocablo fue suficiente. Ni bien pronuncié la palabra “Tanizaki” sus ojos emitieron un brillo y empezó a repetir “Tanizaki Junichiro”, tal vez sorprendida de que un bárbaro de ojos redondos pronunciara ese nombre querido. Abandonó la pequeña escoba y estiró su índice curvo y huesudo, haciendo señas para que la siguiera. “Sákuro tri, sákuro tri”, me decía la mujer, caminando encorvada. Lo que finalmente entendí que quería decir “árbol sagrado”, o sea “sacred tree” en su inglés de fonética japonesa, y que se refería al ciruelo plantado junto al par de lápidas que señalan la tumba de Tanizaki, colega en el amor de Murasaki Shikibu y admirado apólogo de la sombra.

Yuki, la siempre entrevista y fragmentaria Yuki, me explica que su nombre significa “nieve”, pero que esta palabra se escribe con un carácter chino diferente del que corresponde a su nombre, y que por lo tanto no es su nombre. Es decir, el nombre de una persona en Japón no es la serie de sonidos que pronuncia cuando se lo preguntamos, sino el o los caracteres chinos con que lo escribe. Me pregunto si sus manos serían sus manos y su piel su piel, o si también necesitaban una escritura que las revelara.

De la infinidad de comidas que deleitan o sobresaltan el paladar del visitante, mi preferida es dragón en su fuego. He aquí la receta: se caza un dragón joven y se lo cuelga de modo que la boca apunte a una de sus patas traseras, por otra parte convenientemente elevada de modo de frenar la irrigación. La furia que el cautiverio provoca en el dragón le hace expulsar fuego de las fauces, lo que lentamente va cocinando la pata. El dolor genera más llamas, lo que asegura una correcta cocción. Un sablazo preciso del cocinero decapita al dragón y señala el momento en que la pata está en el punto de cocción exacto. El acompañamiento consiste de arroz y de una salsa que cambia de acuerdo a la estación. Algunas sectas shintoístas argumentan que la verdadera delicia reside en comer la pata que quedó cruda, porque no ha sufrido las consecuencias del fuego impuro de la ira. Los monjes budistas se abstienen de la polémica, porque son vegetarianos.


El tren me lleva a Shimonoseki, el puerto lejano desde el que un barco me va a cruzar a Corea. Llevo una carta de Yuki, pero prometí no leerla hasta no salir de Japón. El tren va prácticamente vacío. El guarda lo recorre regularmente. Noto con sorpresa que cada vez que termina de recorrer un vagón, se da vuelta y hace una leve reverencia, gira, abre la puerta del siguiente vagón, y antes de empezar a recorrerlo hace otra leve reverencia, que repetirá en ese mismo vagón cuando termine de recorrerlo y gire, antes de pasar al siguiente. El viajero, que al principio se mostró complacido y hasta halagado por esas muestras de civilidad, ahora se pregunta si no son más que movimientos automáticos, no diferentes de los que las ruedas de ese mismo tren están haciendo ahora mismo al rodar sobre las vías, indiferentes de su presencia. Esas reverencias, entiende el viajero, no están en realidad dirigidas a él, sino al pasaje anónimo o incluso potencial, al vagón, es decir, al vacío y a la ausencia. Y están hechas menos por el guarda que por un ente indiferenciado que sólo se manifiesta a través del guarda, y que es una especie de espíritu intangible, una emanación del Japón que se dirige a sí misma, y se repite como un eco en el tiempo. El viajero se replantea las primeras lecciones aprendidas, y se pregunta si será cierto que efectivamente existe. Se pregunta incluso si será cierto que lo que deja atrás es un país en el que estuvo, e intuye que no hay manera de discernir y separar, dentro de ese todo que es un viaje, aquello que es viaje a la ilusión, al espejismo y al engaño.

Epifanías del Danubio - Pablo Martín Ruiz

Llamémoslo nomás Ismael. Que en ciertos lugares lo llamen Izmail o Ishmail, o lo escriban en alfabeto romano o en cirílico, por ejemplo Ізмаїл o Измаил, y que en ciertos períodos de la historia se haya llamado Ishmayl o Itzmayel, o sorpresivamente Hacidar, es para nosotros irrelevante, y se explica por el paso sucesivo por esa región de los besárabes, los genoveses, los otomanos, los rusos, los moldavos, los rumanos, los alemanes y los ucranianos. Pero Ismael, con e, es el nombre que recordaba mi tía abuela Dora en Buenos Aires en algún momento de la década del ochenta, y ése es el nombre que seguiré recordando. Junto con Anchekrak.
Llegué a Odessa una mañana destemplada de julio, cansado de haber dormido poco en el tren nocturno desde Kiev. No había conseguido guías que no estuvieran en ruso, que no hablo, y sólo traía un par de números de teléfono y direcciones que había recabado en internet. Tardé casi una hora para descifrar el modo de funcionamiento de los teléfonos públicos, después de que varias personas a las que me acerqué prefirieran ignorar mis preguntas. Cuando finalmente pude comunicarme con un hotel nadie hablaba inglés, y cuando llegué personalmente después de un largo y caro viaje en taxi, estaba completo. Trabajosamente conseguí el dato de otro hotel que se acomodara a mi modesto presupuesto, en el que finalmente logré alojarme en una habitación medianamente derruida pero con un gran ventanal con vista al Mar Negro. Todos conocían Ismael, el puerto en la boca del delta del Danubio, pero nadie había oído hablar de Anchekrak.
Llegué a Ismael dos días después. Tampoco eso había sido fácil, pero finalmente ahí estaba. Bajé del ómnibus con mi mochila y mi desconcierto, en la temprana tarde de un día de sol compacto y lúcido, sin la menor idea de lo que iba a hacer en tres días en ese pueblo y sin siquiera saber si iba a encontrar un lugar donde alojarme. Me acerqué a un taxista y pronuncié la única palabra que supuse me podía ayudar en ese momento, “hotel”. Palabra que unos minutos después me dejó en la puerta de un edificio gris, viejo y decaído, que carecía de cualquier señal externa que lo identificara como tal. Seguía sin saber lo que iba a hacer en ese pueblo, pero al menos ya tenía un colchón donde dormir.
            Uno de los dos nombres que mi tía-abuela judía había pronunciado no mucho antes de morir en esa grabación de los años ochenta, el nombre del pueblo del que cien años antes había salido, aún niña, su madre, la madre de la madre de mi madre, era ahora para mí calles concretas con casas reales y con gente real, con árboles y esquinas, alcantarillas y veredas que tocar y ver. Una estatua de Lenin todavía firme en la plaza, viejitas vendiendo frutas en cajones de madera en las veredas, gastados autos soviéticos de colores, parecidos a los viejos Fiat de mi infancia en Buenos Aires, eso vi en mi primer paseo por los alrededores del hotel. Pero nada que pudiera pasar por una oficina de turismo, y más bien mi hotel, donde nadie hablaba inglés, parecía ser lo que más se aproximaba. Vi que en el lobby había una especie de tienda escuálida que vendía golosinas, galletitas, lapiceras y alguna postal del pueblo, y pregunté si no vendían mapas de Ismael. Dos milagros: mapa en ucraniano o ruso se dice mapa, y sí tenían, pero en ruso. Compré uno y lo abrí. Descifré el nombre de las calles, ya que al menos había aprendido a deletrear el cirílico. Logré ubicar el hotel en la avenida principal. Y vi, en uno de los rincones del mapa, una estrella de David. ¿Sería la sinagoga del pueblo?
            Las largas cuadras que tenía que caminar hasta la estrella que me guiaba, cuadras de una calle pavimentada que pronto se hizo de tierra, estaban pobladas de casas bajas con techos a dos aguas de madera, y sobre todo estaban cubiertas de árboles con frutas: ciruelos, damascos, manzanos, perales, con sus frutos al alcance de la mano, uvas, naranjos, higueras, como si remedaran una suerte de edén renacido, seguramente un don de las aguas del Danubio. Llegué finalmente al lugar señalado por la estrella, pero no vi nada que pudiera ser una sinagoga, sino más bien unos terrenos descampados y una larga cerca de hojas de metal, opacas y oxidadas. Caminé un rato. Me acerqué finalmente a la cerca, miré por una rendija entre dos hojas de metal y vi que detrás había un cementerio. Entendí el mapa. Toqué un timbre. Ladró un perro. Se acercó un hombre y abrió la puerta. ¿Habla inglés? Respondió con un enfático no. Argentina, dije. Babushka babushka. Ismael. La primera palabra la pronuncié señalándome, la segunda (casi la única palabra rusa que conocía) la repetí haciendo un gesto circular con mi índice sobre la cabeza, y la tercera la dije señalando el piso. Entendió inmediatamente y me hizo pasar. Me dio a entender que llamaría por teléfono a alguien que podría hablar conmigo. Un minuto después yo estaba hablando en inglés con su esposa Olga. Ella vendría en un rato a buscarme; trabajaba en una institución judía en la que seguramente iba a encontrar quien me ayudara. Mientras Olga llegaba empecé a recorrer el cementerio, a buscar las tumbas que pudiera haber de algún Liberman o algún Litvin, a caminar entre los muertos. Después me enteraría de que ese cementerio era reciente, y que el que existía antes de la segunda guerra había sido arrasado por los nazis, junto con las sinagogas y los registros de judíos. El cementerio estaba hecho con los restos del anterior, era también el cementerio de un cementerio. Olga, que casi no se despegaría de mí en los tres días, me llevó a la asociación judía donde trabajaba. El director me preguntó varias cosas, entre ellas si conocía escritores rusos. Entendí que me preguntaba por los escritores rusos judíos, pero le dije que claro que sí y empecé a nombrar a los escritores rusos que conocía, judíos o no. De mi lista se quedó con Mandelstam, y empezó a recitarlo de memoria en ruso, poemas completos de Mandelstam que el hombre conocía de memoria. Tomaron nota de todos los datos que tenía y quedamos en que volvería al día siguiente. A la mañana ya estaba Olga en el hotel, acompañada de una mujer de la sinagoga local. Desayunamos juntos. No había oído hablar de Anchekrak. Después me llevaron a la oficina nuevamente, me contaron de llamadas telefónicas hechas e hicieron otras. Una viejita recordaba a unos Liberman que tenían un estudio de fotografía en los años veinte, y unos Litvin que tenían una librería. Pero nadie vivo en el pueblo llevaba ninguno de los dos apellidos. Me llevaron a los archivos, un edificio decrépito en el que vi y hojeé manuscritos del siglo dieciséis en una biblioteca comida por la humedad. Los empleados venían a verme, se sacaban fotos, me traían viejos registros, ofrecían su ayuda. Nadie había oído hablar de Anchekrak. Después me llevaron al museo del pueblo, una construcción flamante. Había fotos de fines de siglo, había un pupitre de escuela de esa época, había monedas que mis ancestros habrían circulado. Me dejaron de vuelta en el hotel después de invitarme a una espléndida cena.
            Yo estaba exultante. Había llegado con nada, un sudamericano venido de un puerto lejano, de otro delta, y estaba recibiendo una generosidad inesperada. Era sábado y quise seguir absorbiendo Ismael, que ya empezaba a ser para mí como un talismán. Salí a explorar la noche. Fui a bares, caminé por las calles, llegué hasta el puerto. Conversé en un bar con un joven que había pasado como estudiante por Estados Unidos. Me recomendó ir a la discoteca del puerto, la mejor del pueblo. Esas chicas, esas ropas cuidadas, esas piernas largas, las sonrisas y las miradas de exploración seductora, los cuerpos bailando entre las luces intermitentes, licores y sonidos armados para una felicidad no siempre fingida decorada con la belleza mordaz de esas mujeres, un espectáculo nocturno que contemplé durante más de una hora. Salí, volví hacia el pueblo, caminé, entré a un par de bares, casi no tomé, y ya saciada la curiosidad decidí volver al hotel. La doncella se acercó al gentil caballero y le preguntó algo en ruso. El caballero, sorprendido por la belleza de la dama, cuya piel era increíblemente blanca, se disculpó y explicó que no hablaba la lengua. “Oh, es usted extranjero. ¿No tendría usted por casualidad un cigarrillo para convidarme?”, preguntó ella ahora en excelente inglés. El caballero se disculpó nuevamente y contestó que no fumaba. “¿Y no me invitaría usted a beber algunos tragos para conversar un poco y conocernos mejor?” El caballero no podía creer la inmensa suerte que lo acompañaba, y aceptó complacido la propuesta de la hermosa joven de blancura inolvidable. Fueron a un bar muy cercano, en el que había otros comensales muy amables y hospitalarios, que al ver al hombre que llegaba de otras tierras de a poco se fueron acercando a su mesa. Y le hacían preguntas sobre sus orígenes y sus aventuras por esa región, y le ofrecían dulces para que comiera y le convidaban bebidas blancas para que bebiera. Al otro día Olga y su marido me vinieron a buscar al hotel. Les conté del encuentro con la muchacha, el diálogo, el bar. Les conté que cuando vi que me trataban con excesiva amabilidad y generosidad, supe que era una trampa y que tenía que irme de ahí pronto. Sabía que el baño estaba afuera del bar, así que me levanté y pedí que me disculparan unos minutos. Les conté que cuando salí del baño dos de ellos, como lo temía, me estaban esperando, para asegurarse de que no me fuera. Estiré la mano para despedirme y uno de ellos me la agarró con fuerza y me tiró hacia él. Forcejeamos. Tiré para desprenderme y en cuanto tuve la mano libre salí corriendo. Me siguieron, pero no hasta el hotel. Sería demasiado riesgoso para ellos. Un empleado nocturno me abrió la puerta, me senté un rato en el lobby, me trajeron un vaso de agua, subí a mi habitación y me tiré en la cama. Repasé el episodio, mi estupidez y mi suerte. Y me pregunté si alguna vez lo tuviera que escribir cómo lo escribiría, y me entretuve imaginándolo como cuento infantil, como relato de terror, como alegoría religiosa, como parodia de Perec. Anoté unas frases patéticas que tal vez use el día que lo escriba, o que tal vez descarte. “Y yo, un imbécil, que había creído o sentido que estar en el pueblo de la madre de la madre de mi madre no podía acarrear más que buena fortuna, que haber llegado hasta los confines de la memoria de mi familia me transformaba en una suerte de indestructible o de inmortal, en alguien habitado por las fuerzas auspiciosas de la vida y por alguna magia devenido invulnerable y omnipotente, etc. etc.” Me contaron del alemán al que unas semanas antes, en otro bar, habían emborrachado y desvalijado, y al que además habían golpeado hasta destrozarle la cara. Los blancos zahires de Ismael.

Teníamos que pasar por el archivo: una empleada había descubierto, en una vieja enciclopedia rumana, que Anchekrak era el nombre, que había cambiado unos ochenta años antes, de una región al norte de Ismael, llamada Ackerman por los alemanes y que hoy se llama Tarutino. Me regaló un viejo mapa rumano con el nombre impreso. Agradecí, varias veces agradecí. Los tres fuimos a recorrer los alrededores del pueblo. Paseamos, caminamos durante largas horas, comimos, conversamos. Compramos mi pasaje a Kiev para el día siguiente. Llegamos al puerto hacia el final de la tarde y nos sentamos en silencio a tomar algo. Miré. El aire limpio, el río pasando con la calma de los siglos, arenas afirmadas por el sol, mujeres de largas piernas volviendo de la playa, todo eso ahora formaba un cosmos, un súbito cosmos frente a mí. Había llegado hasta ahí sin saber qué buscaba y me iba sin saber qué había encontrado, pero lo intuía hecho de un material del que todo participaba. Ahí, en esa región de Mar Negro y Danubio. Aguas prestigiadas de historia y de mito y que parecían invitar a que se les atribuyera una voluntad benéfica. Como si en su curso oscilante el Danubio transportara residuos destilados, basuras cristalinas y memorias estilizadas de la historia, y lo depositara todo a las puertas de su delta de barro; como si los sedimentos de los reinos que atraviesa se hubieran formado por la precipitación de lo imperfecto y hubieran dejado en la superficie de las aguas sólo las formas tangibles de las ninfas, de las antiguas ofrendas a los dioses, del deleitable amor de los muertos, para que el río las arrastre y las deposite en el confín de su curso, a modo de tributo caprichoso ofrecido a divinidades ausentes, y todas ellas se encarnaran en los frutos, en las mujeres, en las sombras y en las dichas de Ismael. El sol hacía durar su retórica de luz. Una niña vino corriendo desde la playa hasta donde yo estaba, se acercó, me miró, y volvió corriendo hacia el río. 

viernes, 1 de noviembre de 2013

Escribir un cuento - Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.
Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.
Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la UNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.
Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.
Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.
Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.
Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas —Barthelme, por ejemplo— no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.
Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.
En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento —si las palabras resultan oscuras, enrevesadas— los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.
Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.
En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:
Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.
Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.
Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.
La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.


El arte del cuento - Flannery O´Connor

Siempre he oído decir que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión de lo que considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin embargo aquí están –ansiosos por aprender cómo se hace–.
Hasta que la semana pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos de siete de entre ustedes me pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.
Después de tal experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para otros.
Aún me inclino a pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece de él, mejor será que se dedique a otra cosa.
No obstante, he podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un personaje”, “¡Inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete dólares.
Desde mi punto de vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y tema es como tratar de describir la expresión de un rostro limitándose a decir dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes: “se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para atrás ni para adelante”; o bien, “tengo el tema para un cuento, pero no consigo inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco de toda técnica”.
A propósito, “técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia un alma de Dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?”. Yo debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era de cincuenta dólares.
Pero dejando a un lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen, pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un cuento.
Supongo que las cosas obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno principiante que les escriba uno, es muy probable que recojan cualquier cosa –una reminiscencia, un episodio, una opinión, una anécdota– cualquier cosa menos un cuento. Un cuento es una acción dramática completa –y en los buenos cuentos, los personajes se muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los personajes–. Y como consecuencia de toda la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia. Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del campo, y cuando me lo devolvió me dijo: “Bueno, esas historias no hacen más que mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban cuentos, deberían conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.
Ahora bien, éste es un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o de cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar determinada técnica.
Esto no quiere decir que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustituto de la propia mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente, confusión que por supuesto se traslada al cuento.
La ficción opera a través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. Ningún lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos que se le permita experimentara situaciones y sentimientos concretos. La primera y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, olido, gustado y tocado.
Ahora bien, esto es algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que ustedes mirarán las cosas. El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. Debe transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe crear un mundo con peso y espacialidad.
He notado que los cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de personajes que uno pueda ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia. La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficciones, el acto de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.
Los escritores de ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que uno puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.
Tengo una amiga que está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.
No obstante, afirmar que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera movimiento.
Ahora bien, todo esto requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia principal deberá ser suprimido en cuento corto. Toda acción deberá poder explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en este orden. Se me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento es un género breve; pero que al decir “breve” entienden cualquier tipo de brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.
Quizá la cuestión central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, con el sólo propósito de quedase con el automóvil de esta anciana. Después de la ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es una historia completa. Ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la personalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del abandono.
Hace tiempo, esa historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sentimientos nada apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue a leer el cuento que ustedes han escrito.
Lo cual nos lleva a abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy buena opinión del arte de la ficción, y una muy mala opinión de aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al mismo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y en un último análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pueda brindar significado a la persona preparada para experimentarlo.
El significado es lo que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado” del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento como si el tema fura un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado opera en la ficción.
Cuando ustedes puedan enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enunciación resultaría inadecuada. Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más plenamente ese significado.
La ficción es un arte que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del escritor que prefiere el género fantástico–. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es verdadero –o de lo que tiene una eminente posibilidad de serlo–. Incluso cuando uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico. Graham Greene ha dicho que él no podría escribir “me hallaba suspendido sobre un pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible. Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes, “ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.
Me atrevería incluso a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escriben en una cuerda naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más convincentes resultarán sus características–.
Un buen ejemplo es el relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que ese relato describe la naturaleza dual del hombre de un modo tan realista que resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato; antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.
El problema del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto como sea posible respecto del misterio de la existencia. Dispone solamente de un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. Debe conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que “trabaje doble turno”.
En la buena ficción, ciertos detalles de la historia tienen a concentrar significados; cuando esto sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien, debo admitir que, contada de esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto. Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera se reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico, es una mutilada. No cree en nada más que en su creencia en nada, y percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. Incluso puede ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de ella, y qué siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el vendedor de Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción más profunda.
Si ustedes quieren decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente imprescindible para el cuento. Tiene lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla su propia brevedad.
Ahora bien, detengámonos por un momento en la manera en que esto sucede. No quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Ese es un cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.
Por otro lado, a pesar de que este cuento nació de una manera aparentemente irracional, no necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.
Creo que la respuesta a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto la conciencia como la mente inconsciente–. El arte es el hábito del artista. El arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente, ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.
Por supuesto, no soy tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión es necesaria para escribir historias que han de formar parte permanente de nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo, sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han hecho; desean saber, entonces, cuál es la forma de un cuento, como si la forma fuera algo que existiese fura de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor comprenderán que la forma es orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que cuatro.
La única manera, creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una historia completa, vale decir, una historia en la cual la acción ilumina plenamente el significado.
Quizá lo más útil que pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos comentarios sobre esas siete historias que ustedes me pidieron que leyera. Ninguna de esas observaciones se aplican estrictamente a una historia en particular; son simples puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en reflexionar sobre la escritura.
La primera cosa en la que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una sola imagen o una metáfora. No quiero decir que no las hay en ninguno de los siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como para quedarse en nuestra mente.
En relación con esto, reparé en otro aspecto que me produjo una considerable alarma. Excepto en uno solo de los cuentos, prácticamente no se hace uso del habla local. Ahora bien, éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lugares de Georgia y Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña. Una cierta cantidad de topónimos salpican los textos, como Savannah o Atlanta o Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los Pittsburg o Pasaaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.
Dos calidades conforman la obra de ficción una es el sentido del misterio y la otra el sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales casi no se hace uso de los dones de la región.
Por supuesto, una de las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. No obstante, cuando la vida que de hecho nos rodea es ignorada totalmente, cuando las particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando, en fin, una forma de vida artificial.
Un modismo caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca de ignorar todo el tejido social que pudo forjar aun personaje significativo. No se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él como individuo. No se puede decir nada significativo acerca del misterio de una personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir, porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de Eudora Welty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos de verdad…”. Verán que hay todo un libro en esa sola frase: y cundo el pueblo de nuestro distrito puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta responsabilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.
Otra cosa que he observado en estas historias es que, en su mayoría, no profundizan demasiado en un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. No quiero decir que no se metan en la mente del personaje, sino que, simplemente, no muestran que el personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo. Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no lo son, probablemente, nadie lo será.


(Traducción de Leopoldo Brizuela)

Forma y ritmo - Edward Forster

Nuestros interludios —uno alegre y otro grave— han terminado y volvemos al esquema general del curso. Habíamos comenzado hablando de la historia y, tras referirnos a los seres humanos, pasamos al argumento, que surge de la historia. Ahora vamos a examinar un aspecto que surge principalmente del argumento y al que contribuyen también los personajes y cualquier otro elemento presente. Parece no haber un término literario para designar este nuevo aspecto; pero como es un hecho que cuanto más se desarrollan las artes más dependen unas de otras para definirse, recurriremos a la pintura y lo llamaremos forma[1]. Después tomaremos prestada la palabra de la música y hablaremos de ritmo. Por desgracia, los dos términos son vagos; cuando la gente aplica ritmo y forma a la literatura es probable que no consigan expresar lo que quieren decir y no puedan terminar sus frases. Hay dos posibilidades: «Ya, pero sin duda el ritmo...» O bien: «No sé, pero llamar forma a eso...»
Antes de hablar de lo que entraña la forma y las cualidades que un lector debe emplear para apreciarla, daré dos ejemplos de libros con formas tan definidas que pueden resumirse con una imagen pictórica: un libro con forma de reloj de arena y otro con forma de encadenamiento, como el antiguo baile de los Lanceros.
Thais, de Anatole France, tiene forma de reloj de arena.
Hay dos personajes principales, Paphnuce, el asceta, y Thais, la cortesana. El primero vive en el desierto, está salvado y es feliz cuando comienza el libro. Thais lleva una vida de pecado en Alejandría y es un deber de Paphnuce el salvarla. En la escena central del libro los dos se encuentran y Paphnuce logra su propósito: Thais se retira a un monasterio y obtiene la salvación gracias a él; sin embargo, éste se condena por conocer a Thais. Los dos personajes convergen, se cruzan y retroceden con precisión matemática. En buena parte, el libro nos gusta por esto. Tal es la forma de Thais..., tan simple, que nos sirve de excelente punto de partida para acometer un difícil examen. La forma coincide con la historia de Thais —en que los acontecimientos se desenvuelven en su secuencia temporal— y coincide con el argumento cuando observamos que los dos personajes, atados por sus anteriores acciones, toman medidas fatales cuyas consecuencias no prevén. Pero, en tanto que la historia apela a nuestra curiosidad y el argumento a nuestra inteligencia, la forma apela a nuestro sentido estético, nos hace ver el libro en su conjunto. No lo vemos como un reloj de arena —esto pertenece a la tosca jerga de la sala de conferencias, que, a estas alturas de nuestra investigación, nunca debe tomarse al pie de la letra—; simplemente sentimos un placer cuyo origen desconocemos, y cuando el placer ha pasado, como ahora, nuestra mente queda libre para explicarlo y podemos servirnos como ayuda de ese símil geométrico. Si no fuese por ese reloj, ni la historia, ni el argumento, ni Thais, ni Paphnuce ejercerían su fuerza plena; ninguno de ellos respiraría como lo hace. La forma, que parece tan rígida, está conectada con la atmósfera, algo bastante fluido.
Veamos ahora el libro con forma de encadenamiento: Roman Pictures, de Percy Lubbock.
Roman Pictures es una comedia social. El narrador es un turista que visita Roma; allí se encuentra a Deering, un conocido, buena persona, que le reprende desdeñosamente por dedicarse a mirar iglesias y le sugiere que explore la sociedad. El protagonista sigue obedientemente su consejo y va pasando de una persona a otra: cafés, estudios de artistas, los recintos del Vaticano y los del Quirinal son recorridos, hasta que, finalmente, cuando cree haber llegado al final de su periplo, en un palazzo sumamente aristocrático y derruido, se encuentra nada más y nada menos que a su amiguete Deering. Es sobrino de la anfitriona, pero lo había ocultado por un complicado esnobismo. El círculo se cierra, los compañeros originales se reúnen y se saludan con confusión mutua que desemboca en ligeras carcajadas.
Lo acertado de Roman Pictures no es la presencia del esquema de encadenamiento —está al alcance de cualquier escritor—, sino su adecuación, el estado de ánimo del autor. Lubbock impregna toda la obra de una serie de pequeños impactos y trata a sus personajes con una rebuscada caridad que les hace aparecer bastante peores que si no desperdiciara en ellos ninguna. Es una atmósfera cómica, pero «sub-ácida», meticulosamente medida. Y, al final, descubrimos con satisfacción que la atmósfera se exterioriza y que los dos compañeros, al encontrarse en el salón de la marchesa, han hecho exactamente lo que exigía el libro, lo que requería desde el principio: reunir todos los incidentes dispersos con un hilo tejido de su propia sustancia.
Thais y Roman Pictures proporcionan dos ejemplos fáciles de forma; pero no es frecuente la posibilidad de comparar libros con objetos pictóricos con una mínima precisión; aunque haya ciertos críticos que no saben lo que quieren decir, que hablan alegremente de curvas, etc. De momento sólo podemos afirmar que la forma es un aspecto estético de la novela y que, aunque puede nutrirse de cualquier cosa, de cualquier elemento de la novela —personajes, escenas, palabras—, se nutre sobre todo del argumento. Ya señalamos al hablar de éste que añadía sobre sí mismo la calidad de la belleza —una belleza un poco sorprendida de su propia llegada—; que sobre su limpia carpintería, quienes se molestaran en mirar podrían contemplar la figura de la musa, y que la Lógica, cuando terminó de erigir su propia casa, sentó los cimientos de otra. Este es el punto donde ese aspecto que denominamos forma se halla en contacto más íntimo con su material, y éste será nuestro punto de partida. Surge en gran medida del argumento, lo acompaña como una luz a las nubes y permanece visible después de que ellas han partido.
La belleza a veces conforma al libro, al libro en su conjunto, a la unidad; y nuestro examen resultaría más fácil si esto siempre fuera así. Mas, a veces, no lo es. Cuando no lo es hablaremos de ritmo. Pero, por el momento, nos interesa solamente la forma.
Examinemos con cierto detalle otro libro de tipo rígido, con unidad, y en este sentido un libro fácil, aunque pertenezca a Henry James. En él veremos el triunfo de la forma, y también los sacrificios que un autor debe hacer si desea que triunfe.
The Ambassadors, como Thais, tiene forma de reloj de arena. Strether y Chad, como Paphnuce y Thais, intercambian sus papeles, y, al final, cuando lo advertimos, es cuando el libro nos resulta más satisfactorio.
El argumento es complicado y subjetivo y se desarrolla en cada párrafo mediante la acción, la conversación o la meditación. Todo está planeado, todo encaja en su lugar: no existen personajes secundarios que, como los habladores alejandrinos del banquete de Micias, sean solamente decorativos; todos contribuyen al tema central, trabajan. El efecto final está establecido de antemano, pero se manifiesta gradualmente ante el lector, y cuando se produce, el logro es completo. Tal vez olvidemos los detalles de la intriga, pero la simetría que se crea es permanente. Tracemos el crecimiento de esta simetría[2].
El norteamericano Strether, hombre maduro y sensible, es enviado a París por su vieja amiga la señora Newsome —con quien espera casarse— con la misión de hacer regresar a su hijo Chad. que se está maleando en dicha ciudad, tan propia para ello. Los Newsome son una familia de comerciantes que ha hecho fortuna manufacturando un pequeño artículo de uso doméstico. Henry James nunca especifica en qué consiste este pequeño artículo, y dentro de un momento comprenderemos por qué. Wells lo dice claramente en Tono-Bungay, Meredith también en Evan Harrington, Trollope lo explica sin tapujos al hablar de la señorita Dunstable...; pero. para James. el indicar cómo amasaron su fortuna sus personajes... no sirve. El artículo es innoble, ridículo, y eso basta. Si usted quiere caer en la vulgaridad de atreverse a imaginarlo, de pensar que es, por ejemplo, un abrochador. allá usted, lo hace corriendo su propio riesgo; el autor permanece al margen.
Bien, sea lo que sea, Charles Newsome debería haber vuelto para ayudar a producir dicho artículo, y Strether se propone ir a recogerle. Es preciso rescatarle de una vida inmoral, a la par que poco remuneradora.
Strether es un personaje típico de James: reaparece en casi todos los libros y constituye una parte esencial de su construcción. Es el observador que trata de influir en la acción y que, en virtud de su fracaso, obtiene nuevas oportunidades de observación. Los demás personajes son los que un observador como Strether es capaz de observar a través de unas lentes facilitadas por un oculista quizá demasiado fino. Todo está ajustado a su visión pero no es un quietista, ésa es la fuerza del mecanismo; nos lleva con él, nos movemos.
Cuando desembarca en Inglaterra —y un desembarco es una experiencia exaltada y duradera tan importante como Newgate para Defoe; la poesía y la vida se polarizan en torno al desembarco—; cuando desembarca, decimos, aunque solamente se trata de la vieja Inglaterra, Strether empieza a sentir dudas sobre su misión; dudas que se acrecientan al llegar a París. Porque Chad Newsome. lejos de haberse maleado ha mejorado. Es distinguido, y tan seguro de sí mismo que sabe ser amable y cordial con el hombre que trae órdenes de llevárselo; sus amigos son exquisitos, y por lo que se refiere a las «mujeres del caso» que su madre había anticipado, no hay ni rastro de ellas. Es París lo que le ha engrandecido y redimido..., y ¡qué bien comprende esto el propio Strether!

Su enorme desasosiego parecía nacer de la posible idea de que una aceptación de París, por mínima que fuera, podría mermar su autoridad. La vasta y resplandeciente Babilonia flotaba ante él aquella mañana como un objeto inmenso e iridiscente, una joya dura y brillante donde no se discriminarían las partes ni se señalarían fácilmente las diferencias.
Centelleaba, tremolaba y se derretía toda, y lo que un momento parecía ser superficie, un instante después parecía profundidad; era un lugar al que, sin duda, Chad había cogido cariño. Así las cosas, si a él, Strether, le gustaba hasta aquel extremo, ¿qué sería de ellos existiendo ese vínculo?

Con esta exquisita firmeza de trazos presenta James su ambiente. París irradia el libro del principio al fin, es un personaje, aunque siempre incorpóreo: es la escala con referencia a la cual se mide la sensibilidad humana. Cuando terminamos de leer la novela y dejamos que sus incidentes se desdibujen para que aparezca ante la vista su forma con mayor claridad, vemos a París reluciente en el centro del reloj de arena. París. No algo tan crudo como el bien o el mal. Strether lo ve y nota que Chad lo ve, y cuando se alcanza este punto, la novela cambia de rumbo. Después de todo hay una «mujer del caso»: detrás de París, interpretándolo para Chad, está la adorable y elevada figura de madame de Vionnet. Ahora es imposible para Strether proseguir. Todo lo que existe de noble y refinado en la vida se cristaliza en torno a madame de Vionnet y se ve acentuado por su patetismo. La dama le suplica que no se lleve a Chad. Strether lo promete —sin reticencia, pues su corazón le ha enseñado ya esto— y permanece en París, no para combatirlo, sino para luchar en su favor.
Porque la segunda tanda de embajadores ha arribado ya desde el Nuevo Mundo. La señora Newsome, enfadada y perpleja por la impropia tardanza, ha enviado a París a la hermana de Chad, a su hermano político y a Mamie, la muchacha con quien se supone que aquél iba a casarse. La novela, dentro de sus ordenados límites, se vuelve sumamente divertida. Se produce un magnífico enfrentamiento entre la hermana de Chad y madame de Vionnet, en tanto que Mamie...
Aquí tenemos a Mamie vista por los ojos de Strether.

Cuando era una niña, cuando no era sino un «capullo», y más tarde flor en cierne, Strether había presenciado el florecimiento de Mamie, sin cumplidos, en las puertas casi siempre abiertas de su casa, donde la recordaba, primero entre las avanzadas, luego muy rezagada —pues en cierta época él había impartido, en el saloncito de la señora Newsome..., un curso de literatura inglesa jalonado por exámenes y meriendas—, y por último, muy adelantada. Pero él no recordaba haber tenido con ella muchos puntos de contacto, pues en Woollett el que la más fresca de las flores se encontrase en el mismo cesto que las manzanas más estropeadas no formaba parte de la naturaleza de las cosas. Pese a todo, allí sentado con la encantadora joven, sentía crecer dentro de sí notablemente la confianza. Porque, dicho todo lo anterior, Mamie era encantadora, y no lo era menos por el ostensible ejercicio y hábito de la libertad y del aplomo. Era encantadora, Strether lo advertía, aunque si no se lo pareciera habría estado en peligro de describirla como «divertida». Sí, era divertida la maravillosa Mamie, sin imaginarlo siquiera. Era afable, nupcial —sin que, por lo que él sabía, hubiera un novio que lo justificase—, hermosa, corpulenta, desenvuelta, locuaz, agradable y dulce, y, casi, desconcertantemente tranquilizadora. Vestía, si se nos permite establecer esta distinción, más al estilo de una anciana dama que al de una joven, si suponemos que Strether pudiera atribuir a una señora mayor tal apego a la vanidad. Además, las complicaciones de su peinado carecían de la ligereza de la juventud, y tenía un gesto maduro de inclinarse un poquito, como para estimular y premiar al interlocutor, mientras se cogía con cuidado sus sorprendentemente finas manos. Todo lo cual, combinado, mantenía en torno a ella el encanto de su «recepción», volvía a situarla a perpetuidad entre las ventanas y rodeada del ruido de las bandejas de helado. Sugería la enumeración de todos aquellos nombres..., gregarios especímenes de un tipo único que ella se alegraba de conocer.

Mamie es otro tipo de Henry James; en casi todas sus novelas hay un ejemplo: la señora Gereth en The Spoils of Poynton, por ejemplo, o Henrietta Stackpole en The Portrait of a Lady. Henry James es estupendo para indicar al instante y recordarnos siempre que un personaje es un segundón, que carece de sensibilidad y adolece de una mundanidad mal entendida; confiere a estos personajes tal vitalidad que su carácter absurdo resulta delicioso.
Así que Strether cambia de bando y abandona toda esperanza de casarse con la señora Newsome; París gana la partida. Entonces descubre algo nuevo. ¿No está acabado Chad en lo que se refiere a su elegancia interior? Ese París de Chad, ¿no es después de todo una ciudad de jarana? Sus temores se ven confirmados.
Emprende un paseo solitario por el campo, y al final de la jornada descubre a Chad con madame de Vionnet. Están en una barca y fingen no verle: su relación, en el fondo, es una aventura corriente y normal y ellos se sienten avergonzados. Pretendían pasar juntos el fin de semana, sin que se supiera, en una posada mientras su pasión sobrevive; porque no sobrevivirá. Chad se cansará de la exquisita francesa; ella sólo forma parte de su diversión; volverá con su madre, continuará fabricando el pequeño artículo doméstico y se casará con Mamie. Todos lo saben y Strether lo descubre, aunque tratan de ocultarlo; mienten, son vulgares... Incluso madame de Vionnet, incluso su patetismo, está manchado de vulgaridad.

Era como un escalofrío para él, producía espanto casi, que una criatura tan delicada fuera, en virtud de fuerzas misteriosas, una criatura tan explotada. Pues, en último término, eran misteriosas; ella había convertido a Chad en lo que era: así pues, ¿cómo podía pensar que lo había vuelto infinito?
Le había mejorado, le había mejorado al máximo, le había hecho como ningún otro; pero, a pesar de todo, pensaba nuestro amigo con profunda extrañeza, no era más que Chad... La obra, por admirable que fuera, era, sin embargo, de índole estrictamente humana. En suma, resultaba maravilloso que aquel compañero de placeres meramente mundanos, de comodidades, de aberraciones —como quiera que se las designase— dentro de la experiencia normal, fuese valorado de manera tan trascendental...
Aquella noche le pareció más anciana, menos inmune al paso del tiempo; pero seguía siendo, como siempre, la criatura más fina y delicada, la aparición más maravillosa que le había sido dado conocer en toda su vida; y, sin embargo, la veía allí, presa de una preocupación vulgar. A decir verdad, se asemejaba a una criada que llora por su apuesto galán. Con la diferencia de que ella se juzgaba a sí misma como no lo haría la criada, y la debilidad de su sabiduría, lo deshonroso de su juicio, parecían hundirla todavía más.

De modo que también Strether los pierde. Así lo expresa: «Esta, como veis, es mi única lógica. El no haber sacado nada para mí de todo el asunto.» No es que ellos hayan retrocedido moralmente. Es que él ha seguido adelante. El París que le habían revelado podría mostrárselo ahora a ellos si tuvieran ojos para ver, porque la ciudad posee una finura mayor de la que jamás hubieran podido captar por sí mismos; la imaginación de Strether posee más valor espiritual que la juventud de ellos. La forma del reloj de arena se completa: él y Chad han cambiado de papel, pero con pasos más sutiles que Thais y Paphnuce y con una luz celeste que no procede de la bien iluminada Alejandría, sino de esa joya que «centelleaba, tremolaba y se fundía toda, y lo que un momento parecía ser superficie, un instante después parecía profundidad».
La belleza que impregna The Ambassadors es la recompensa que se merece un gran artista después de un duro trabajo. James sabía exactamente lo que quería, eligió el estrecho camino del deber estético y se vio coronado por el éxito en toda la extensión de sus posibilidades. La forma se ha ido entretejiendo a sí misma con modulación y una reserva que Anatole France nunca conseguiría. ¡Pero a qué precio!
Tan exorbitante es el precio, que muchos lectores, aunque pueden seguir el hilo de lo que dice (se ha exagerado mucho su dificultad) y apreciar sus efectos, no llegan a interesarse en James. No pueden aceptar su premisa de que la mayor parte de la vida humana tiene que desaparecer para que él haga una novela.
En primer lugar, James posee un elenco muy limitado de personajes. Hemos mencionado ya dos: el observador que trata de influir en la acción y la intrusa de segunda categoría (a quien, por ejemplo, se encomienda todo el brillante comienzo de What Maisie Knew).
Luego está el fracasado compasivo, tipo muy vivaz y frecuentemente femenino (en The Ambassadors, María Gostrey desempeña este papel), y la maravillosa e insólita heroína, a quien madame de Vionnet se aproxima y que se encarna plenamente en Milly, de The Wings of the Dove. Hay a veces un malvado, a veces un artista joven con impulsos generosos, y esto es más o menos todo. Para tan grande novelista no es gran cosa.
En segundo lugar, los personajes, además de ser escasos en número, están trazados con líneas muy someras. Son incapaces de divertirse, de moverse con rapidez, de carnalidad y de una pizca de heroísmo. No se despojan de sus ropas, y las enfermedades que les aquejan son anónimas, como sus fuentes de ingresos; sus criados son silenciosos o se parecen a ellos mismos; no conocemos una explicación social del mundo que les sirva, porque en su mundo no hay gente estúpida, ni barreras idiomáticas, ni pobres. Incluso sus sensaciones son limitadas. Desembarcan en Europa, contemplan obras de arte, se miran unos a otros, pero eso es todo. En las páginas de Henry James sólo pueden respirar criaturas mutiladas; mutiladas, pero especializadas. Nos recuerdan a esas exquisitas deformidades que plagaban el arte egipcio en la época de Akenatón: enormes cabezas y piernas minúsculas que forman, sin embargo, figuras fascinantes. En el siguiente reinado desaparecieron.
Ahora bien, esta reducción radical, tanto en el número de seres humanos como en sus atributos, se hace en aras de la forma. Cuanto más trabajaba, más convencido estaba James de que una novela debía ser un todo —aunque no necesariamente geométrico, como The Ambassadors—, que debía crecer a partir de un solo tema, situación o gesto; que debía ocupar a los personajes, proporcionar el argumento y también cerrar la novela desde fuera: pescar sus afirmaciones desperdigadas en una red, darles cohesión como un planeta y atravesar velozmente el firmamento de la memoria. Una forma debía surgir, pero todo lo que surgiera de ella debía ser podado por considerarse una distracción desenfrenada. ¿Pero qué hay más desenfrenado que el ser humano? Introduzcamos a Tom Jones o a Emma, o incluso al señor Casaubon, en un libro de Henry James y lo reduciremos a cenizas; en cambio, si introducimos a estos personajes en otros libros, no provocarán más que una combustión parcial. Sólo los personajes de Henry James encajan en los libros de Henry James, y aunque no estén muertos —porque el autor sabe explorar muy bien ciertos recovecos selectos de la experiencia—, sus personajes carecen del contenido que normalmente hallamos en los de otros libros y en nosotros mismos. Y esta mutilación no se hace en aras del Reino de los Cielos, porque en sus novelas no hay filosofía, ni religión —excepto algún que otro toque de superstición—, ni profecía, ni el menor provecho para lo sobrenatural. Se hace por buscar un efecto estético concreto, que ciertamente se obtiene, pero a un precio muy elevado.
H. G. Wells ha ilustrado esta idea con humor y quizá con profundidad. En Boon, uno de sus libros más animados, pensaba sobre todo en Henry James y escribió una magnífica parodia suya.

James empieza dando por sentado que una novela es una obra de arte y debe ser juzgada por su unidad. Alguien le inculcó esa idea al comienzo de los tiempos y él nunca la ha descubierto. No descubre cosas. Ni siquiera parece querer descubrir cosas... Acepta rápidamente, y luego... se explica... Los únicos motivos humanos vivos que quedan en las novelas de Henry James son una cierta avidez y una curiosidad enteramente superficial... Sus gentes van asomando su desconfiada nariz, reuniendo un indicio tras otro, atando un cabo tras otro. ¿Han visto a algún ser humano que haga esto? El tema sobre el que versa la novela está siempre ahí. Es como una iglesia iluminada, sin feligreses que te distraigan, cuyas luces y líneas convergen todas en el gran altar. Y sobre él, depositado con suma reverencia, intensamente presente, hay un gatito muerto, una cáscara de huevo, un trozo de cuerda... Como en su «Altar de los Muertos», donde no hay nada en absoluto para los muertos... Porque si lo hubiera, no podría haber velas, y el efecto se desvanecería.

Wells le regaló Boon a James pensando, al parecer, que al maestro le agradaría tanto como a él su sinceridad y honradez. Pero el maestro no quedó nada satisfecho, y a raíz de ello se produjo una interesante correspondencia[3]. James se muestra cortés, evocador, desconcertado, profundamente agraviado y verdaderamente formidable: reconoce que la parodia no «le ha colmado de cariñoso júbilo», y termina lamentándose de poder sólo despedirse con un «... suyo afectísimo, Henry James». Wells está también desconcertado, pero de otro modo; no entiende por qué se ha disgustado. Pero, más allá de la comedia personal, surge la gran importancia literaria del asunto. Se plantea la cuestión de la aplicación de una forma rígida: reloj de arena, encadenamiento, líneas convergentes de una catedral, líneas divergentes de una rueda catalina, lecho de Procrusto..., la imagen que ustedes quieran con tal que implique unidad. ¿Puede ello compaginarse con la inmensa riqueza de materiales que la vida ofrece?
Wells y James estarían de acuerdo en que no; Wells diría además que debe darse preeminencia a la vida, que no debe cercenarse o dilatarse por culpa de la forma. Mis propios prejuicios me sitúan del lado de Wells. Las novelas de James son bienes únicos, y el lector que no sabe aceptar sus premisas se pierde sensaciones valiosas y exquisitas. Pero no queremos más novelas suyas —especialmente si están escritas por otra persona—, de la misma manera que tampoco queremos que el arte de Akenatón se extienda al reinado de Tutankamón.
Se advierte, pues, la desventaja de una forma rígida. Puede exteriorizar la atmósfera o surgir de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la vida y deja al novelista haciendo ejercicios, generalmente en el salón. La belleza está ahí, mas se viste con un atuendo demasiado tiránico. En las obras de teatro —en las de Racine, por ejemplo— quizás esté justificada, porque puede ser una gran emperadora en el escenario y compensar la pérdida de los seres humanos que conocíamos. Sin embargo, en la novela, a medida que su tiranía se hace mayor, se vuelve más mezquina y causa pesares que a veces toman la forma de libros como Boon. Dicho de otro modo, la novela no admite un desarrollo artístico tan grande como la obra de teatro: su humanidad o la crudeza de su material —elijan la frase que prefieran— suponen una verdadera rémora. Para la mayoría de los lectores de novelas, la sensación que experimentan ante la forma no es tan intensa que justifique los sacrificios que cuesta; así que su veredicto es: «Hermoso el resultado, pero no merece la pena.» No es éste, empero, el final de nuestra indagación. No abandonaremos todavía la esperanza de la belleza. ¿No podemos introducirla en la novela mediante otro sistema que no sea la forma? Avancemos un poco más, y con timidez, hasta la idea de ritmo.
El ritmo a veces resulta bastante fácil. La Quinta sinfonía de Beethoven, por ejemplo, empieza con ese ritmo de tatata-tán que todos podemos escuchar y seguir con el pie. Pero la sinfonía, en su conjunto, posee además un ritmo —basado principalmente en la relación entre sus movimientos— que algunas personas saben escuchar, pero nadie puede seguir con los pies. Esta segunda clase de ritmo es difícil, y sólo un músico podrá decir si es sustancialmente el mismo que el primero. No obstante, lo que un hombre de letras como yo quiere señalar es que esa primera clase de ritmo, el tatata-tán, puede hallarse en algunas novelas embelleciéndolas. Del otro ritmo, el difícil, el de la Quinta sinfonía en su conjunto..., no podemos citar un paralelismo en la novela, pero es también posible que exista.
El tipo de ritmo más sencillo es ilustrado por la obra de Marcel Proust.
La última parte de la obra de Proust no ha sido todavía publicada, pero sus admiradores afirman que, cuando salga a la luz, cada cosa quedará en su lugar, el tiempo perdido será recuperado y precisado y resultará un todo perfecto. No lo creo. La obra se nos antoja una confesión progresiva más que estética; en la elaboración de Albertine el autor parece cansado. Cabe esperar alguna novedad, pero nos sorprendería tener que revisar nuestra opinión con respecto a todo el libro. La obra es caótica, está mal construida y no posee ni poseerá forma exterior; sin embargo, mantiene su cohesión porque está hilvanada interiormente, porque contiene ritmos.
Existen varios ejemplos —la fotografía de la abuela es uno de ellos—, pero el más importante desde el punto de vista de la unidad es la «pequeña frase» musical de Vinteuil. Dicha frase contribuye más que ningún otro elemento —más incluso que los celos que sucesivamente destruyen a Swann, al protagonista y a Charlus— a hacernos sentir que nos hallamos en un mundo homogéneo. Oímos el nombre de Vinteuil por primera vez en circunstancias odiosas. El músico, un oscuro organista de provincias, ha muerto y su hija se dedica a denigrar su recuerdo. La horrible escena proyectará sus repercusiones en varios sentidos, pero de momento queda atrás.
Más tarde nos encontramos en un salón de París. Están interpretando una sonata de violín, y a oídos de Swann llega una breve frase musical del andante que se desliza dentro de su vida. La melodía está siempre viva, pero adopta diversas formas. Durante algún tiempo será testigo de los amores de Swann con Odette. La relación fracasa, la frase cae en el olvido y también nosotros la olvidamos. Luego, cuando Swann se halla destrozado por los celos, vuelve a aparecer; ahora es testigo de su sufrimiento y también de su pasada felicidad sin perder su carácter divino. ¿Quién escribió esa sonata? Al oír que es obra de Vinteuil, Swann dice: «Yo conocí a un pobre organista que se llamaba así... No pudo ser él.» Pero es él, y fue precisamente la hija de Vinteuil y su amigo quienes la transcribieron y publicaron.
Esto parece ser todo. La pequeña frase vuelve a cruzar el libro una y otra vez, pero es como un eco, como un recuerdo; aunque nos gusta encontrarla, carece de facultad de cohesión. Varios centenares de páginas más adelante, cuando Vinteuil se ha convertido en una figura nacional y se habla de erigirle una estatua en el pueblo donde vivió una existencia tan miserable y oscura, se interpreta otra obra suya: un septeto póstumo. El protagonista escucha sumido en un universo desconocido y terrible, presenciando una ominosa alborada que tiñe de rojo el mar. De repente, sorprendiéndole a él y al lector, reaparece la pequeña frase de la sonata: apenas logra escucharla, suena distinta, pero sirve como orientación completa de que se halla de nuevo en el país de su infancia, con la conciencia de que pertenece a lo desconocido.
No estamos obligados a coincidir con las descripciones musicales de Proust —son demasiado pictóricas para mi gusto—, pero lo que tenemos que admirar es su empleo del ritmo en la literatura y su utilización de un elemento afín por naturaleza al efecto que ha de producir, a saber: una frase musical. Escuchada por varias personas —primero por Swann y luego por el protagonista—, la frase de Vinteuil no está atada a nada; no es una bandera como las que utiliza George Meredith: un cerezo de doble floración para acompañar a Clara Middleton o un yate anclado en aguas tranquilas para Cecilia Halkett. Una bandera puede sólo reaparecer; pero el ritmo puede desarrollarse, y esta breve frase musical posee vida propia, es tan independiente de las vidas de sus oyentes como de la vida del hombre que la compuso. Casi es un personaje, pero no del todo, y con ese «no del todo» queremos decir que su poder se ha empleado para hilvanar el libro de Proust desde el interior, para prestarle belleza y para arrebatar la memoria al lector. Hay momentos en que la pequeña frase —desde su deprimente comienzo, pasando por la sonata y hasta el septeto— lo significa todo para el lector, y hay momentos en que no significa nada y se olvida. Esta es, a nuestro entender, la función del ritmo en la novela: no estar presente todo el tiempo —como la forma—, sino llenamos de sorpresa, frescor y esperanza con sus hermosas apariciones y desapariciones.
Mal llevado, el ritmo resulta sumamente aburrido; se endurece, formando un símbolo, y en lugar de movemos con él, nos hace tropezar. Notamos exasperados que John, el spaniel —o lo que sea— de Galsworthy, está otra vez tendido a nuestros pies; incluso los cerezos y los yates de Meredith, aunque airosos, sólo abren las ventanas hacia la poesía. Dudo que el ritmo puedan conseguirlo escritores que planean sus libros de antemano; tiene que nacer de un impulso momentáneo, producirse cuando se alcanza el intervalo correcto. Pero el efecto es exquisito; puede obtenerse sin mutilar a los personajes y mitiga nuestra necesidad de una forma exterior.
Baste esto en cuanto al ritmo fácil en la novela: puede definirse como repetición más variación e ilustrarse con ejemplos. Ahora, una cuestión más difícil. ¿Existe en la novela algún efecto comparable al de la Quinta sinfonía en su conjunto, en la que, cuando se detiene la orquesta, escuchamos algo que nunca se ha llegado a ejecutar? El movimiento inicial, el andante y el trío-scherzo-trío-finale-trío-finale que componen el tercer movimiento, todos invaden la mente al mismo tiempo y se extienden unos a otros formando una entidad común. Esta entidad común, este nuevo ser, es la sinfonía en su conjunto, y se ha logrado principalmente (aunque no del todo) gracias a la relación entre los tres grandes movimientos que la orquesta ha estado ejecutando. A esta relación la llamamos rítmica. Si el término musical apropiado es otro, no hace al caso; lo que tenemos que preguntamos ahora es si existe alguna analogía de ello en la novela.
No hemos encontrado ninguna. Mas puede haberla, porque es probable que la ficción halle su paralelismo más próximo en la música.
La situación del drama es distinta. El teatro puede mirar hacia las artes plásticas y dejar que Aristóteles lo organice, pues no se halla tan directamente comprometido con las exigencias de los seres humanos. Los seres humanos tienen su gran oportunidad en la novela. Y le dicen al novelista: «Recréenos si quiere, pero tenemos que entrar»; y el problema del novelista, como ya hemos visto a lo largo del libro, consiste en hacerles pasar un mal rato y cumplir además otros objetivos. ¿Adónde acudirá? A buscar ayuda, no; desde luego. Buscará la analogía. La música, aunque no emplea seres humanos y está gobernada por intrincadas leyes, ofrece, en su expresión final, una forma de belleza que la ficción puede lograr a su modo. Expansión: ésta es la idea a la que debe aferrarse el novelista. No conclusión. No rematar, sino extenderse. Cuando la sinfonía ha terminado, sentimos que las notas y los tonos que la componen se han liberado, que en el ritmo del conjunto encuentran su libertad individual. ¿No es posible lo mismo en la novela? ¿Hay algo de ello en Guerra y paz, el libro con que empezamos y con el que debemos terminar? ¡Un libro tan desordenado! Sin embargo, cuando lo leemos, ¿no empezamos a escuchar acordes musicales a nuestras espaldas? Y cuando lo hemos concluido, ¿no sentimos que cada elemento —incluso el catálogo de las estrategias— mantiene una existencia más larga de la que parecía posible en su momento?





[1] Pattern, en inglés. (N. T.)
[2] Existe un análisis magistral de The Ambassadors, desde otro punto de vista, en The craft of Fiction.
[3] Véase Letters of Henry James, yol. 2.