viernes, 31 de mayo de 2013

Fresco de mano - Juan José Saer

                                                                                         A Augusto Bonardo

                                                                 1

Estoy bajo el paraíso y no sopla viento que enfríe la luz de mediodía. La fronda del paraíso es atravesada por la luz y sobre el libro y el cuaderno abierto con la frase a medio terminar, escrita en tinta azul, se proyectan unos círculos solares, de distinto tamaño. El aire calienta también la zona de sombra y siento el cuerpo húmedo y la espalda desnuda pegada al respaldo de madera de la silla. La mesa recibe también unos círculos de luz. Escucho los ruidos que mi madre hace en la cocina con las ollas y las sartenes y los cuchillos y los tenedores, metálicos, y el golpe seco del cuchillo sobre la tabla de madera. El olor de la comida llega hasta aquí. Recojo otra vez la lapicera y miro la frase, releyéndola. Ocupa los cuatro primeros renglones de la página y consiste en realidad en dos fragmentos: el fragmento final de la frase comenzada en la página anterior y el fragmento de la frase inmediatamente comenzada después del punto, que no he terminado todavía. He tachado la última palabra, "alma", y he puesto encima otra, "corazón". También la he tachado, como se ve en la página. Puse encima otra palabra, con letra chica y casi ilegible: "espíritu". También la taché. En el cuaderno dice

y por esta razón el narrador no debe interesarse por las cosas en sí mismas. El único problema real del mundo es la conciencia del hombre, que ilumina el misterio del mundo y lo constituye corno tal, y el hombre que se interesa por las cosas en sí mismas y quiere comprenderlas prescindiendo de su propia condición humana, tiene necesariamente secas ciertas fuentes de su

y después vienen las palabras tachadas. Permanezco inmóvil con la lapicera en la mano, mirando la página. Después miro el patio lleno de luz solar: la pared de ladrillos rojizos, sin revocar, que lo separa de la casa vecina, la galería en el lado opuesto, con las cuatro puertas de las cuatro habitaciones que se abren sobre ella, los sillones de mimbre y el largo umbral enfrente mío, con la altísima arcada que deja ver la altísima puerta de calle, cuyas pesadas hojas están pintadas de gris. El umbral y la galería, techados, están a la sombra. Yo también estoy a la sombra, la sombra del paraíso atravesada por esos círculos solares. Alzo la cabeza y la fronda del paraíso refulge, cegadora, en la altura. Bajo la cabeza, y dejando la lapicera sobre el cuaderno miro mi piel tostada, el pantaloncito de azul descolorido lleno de manchas. Veo mis pies sucios. La parte de mi cuerpo que puedo ver está quemada por el sol, las piernas cubiertas por un vello suave, y el pecho sin un solo vello. El extrañamiento sale del pleno vacío, y después fluye y cuaja, corno esos nudos de la madera, más oscuros, rodeados por un círculo de vacío. Oigo los ruidos metálicos que vienen de la cocina, mezclados al sonido seco de la tabla de madera. Después el chisporroteo del aceite hirviendo en la sartén y el olor del riñón cortado en pedazos que comienza a freírse. El sol refulge cegador.


                                                                  2

La voz de mamá y la de él vienen desde el living resonando apagadas y mezcladas a risas graves y fugaces. El gusto del riñón - o su recuerdo - me secan la boca y tomo un trago de limonada, directamente de la jarra. El hielo tintinea contra las paredes de vidrio de la jarra, empañada y fría, llena de gotitas que se deslizan sobre el vidrio como las gotas de sudor que recorren lentamente mi cuerpo dejando un rastro tortuoso parecido al rastro de un suplicio. La risa de él repercute más alta y se corta de golpe, por encima de la voz de mamá que murmura monótona. Recojo la lapicera, releyendo los dos fragmentos de frases, pongo un punto después de la palabra "tal", y tacho lo demás. Superpongo sobre las palabras muchas rayas irregulares en tinta azul hasta que lo escrito casi no puede leerse. Después escribo:

Dada su posibilidad de reinar sobre los hechos, la narración debe superar las cosas englobándolas en una síntesis significativa guiada por el amor al conocimiento del hombre, y propender a

El ruido de la pesada puerta gris más allá de la arcada altísima me hace levantar la cabeza justo para ver aparecer la figura de Esteban que atraviesa el hueco de la puerta y la cierra después detrás suyo. Dejo la lapicera dentro del cuaderno y me levanto, mientras cierro el cuaderno.
-¿Trabajabas? - dice Esteban.
 - Sí - le digo.
Tiene la piel tostada y una camisa blanca, recién puesta. Parece recién bañado. Se ha peinado el pelo rubio bien aplastado contra el cráneo, y corno se lo ha secado mal unas gotitas de agua le corren desde las patillas hacia la quijada. Sus ojos verdes, pétreos, contemplan el patio y se detienen en la segunda puerta que da sobre la galería. Hace un movimiento interrogativo con la cabeza.
 - El novio de mamá  - le digo, en voz baja.
Miro su pantalón gris de poplín. Está recién planchado. Está parado en medio del sol y su pelo mojado brilla. Avanza y entra en la sombra y toma un largo trago de limonada directamente de la jarra.
 - Es hora de que averigües qué clase de intenciones son las que trae  - dice, riendo secamente con la jarra en la mano.
 - No sé si debí permitirle que la visitara en casa  - digo.
 - ¿Será un muchacho de buena familia?  - dice Esteban, dejando la jarra sobre la mesa.
 - Dudo  - le digo -. La juventud de hoy día ha perdido toda moral, así venga de la mejor familia.
Esteban va y se trae un sillón de mimbre y lo instala en la sombra, cerca de mi silla. Se sienta y estirando el brazo toca con el dorso de la mano la corteza áspera y llena de cortes y de hendiduras del tronco del paraíso. El murmullo de las voces sigue llegando desde la segunda puerta de la galería. Los ojos pétreos de Esteban se clavan en ella.
 - Se está bien aquí  - dice -  ¿En qué trabajabas?
 - Alrededor de una duda  - le digo. 
 - Está bien  - dice Esteban -  A otra cosa. Inciso dos: la playa. ¿Vamos?
 - No puedo  - le digo -. Hice la promesa de no salir.
 - ¿Promesa?  - dice Esteban -. ¿A quién?
 - A mí. A mí mismo.
 - ¿A vos mismo? - dice Esteban -. ¿Y por qué a vos mismo? ¿Quién sos vos mismo?
 - Nadie  - digo.
La boca de Esteban se ríe, pero sus ojos verdes no y me recorren, pétreos. Cuando hay una persona cerca de uno, las cosas desaparecen, y cuando los ojos de esa persona nos recorren, desaparece también la persona y quedan solamente los ojos. Si esos ojos son los de Esteban, hasta los ojos mismos desaparecen, y lo que queda es algo imposible de definir. Después Esteban señala con la cabeza la segunda puerta de la galería.
- ¿Será casado?  - dice.
- Vaya a saber  - digo yo.
Las voces llegan desde la segunda puerta de la galería. Tengo la boca seca y el gusto del riñón - o su recuerdo -  me la llena. Tomo un trago de limonada directamente de la jarra. El líquido helado pasa a través de mis entrañas, pero mi boca sigue seca. Los ojos de Esteban me miran fijamente, verdes.
- Dame la jarra  - dice, y me la saca de las manos, rozándomelas con 1as suyas, sin dejar de mirarme.
- Esa promesa  - dice -  ¿fue hecha por odio?
- No - le digo -. No sé.
- ¿Tengo algo que ver con ella?  - dice Esteban.
- No. Creo que vos no - le digo.
- Me hiere  - dice Esteban -  Me hiere mucho.
Me echo a reír. El sol de las dos arde en el patio y nosotros lo contemplamos durante un momento desde la sombra ardiente del paraíso. El libro está sobre la mesa, junto al cuaderno cerrado, dentro del cual está la lapicera. En el living se ha hecho silencio y el silencio llega hasta nosotros como una voz.
 - ¿Y si llenamos la bañadera, y nos metemos adentro?  - dice de pronto Esteban.
 - No  - le digo -. Acabo de comer.
 - Tengo un terrible deseo de estar desnudo  - dice Esteban.
 - No empieces otra vez con eso  - digo yo.
Esteban se ríe, sacudiéndose, y el sillón de mimbre cruje bajo su peso.  - De acuerdo  - dice -. No tenés que tomártelo así, Angel. Te juro que no es por nada malo, te lo juro. No tengo ninguna mala intención. Te lo juro que no, Angel.
 - No te hagas el gil  - digo yo, riendo.
 - He escrito un poema  - dice Esteban.
 - Venga  - digo.
Esteban hace silencio, cierra los ojos, después comienza a recitar:

                 - Alguien tocó por mí
                   el aire, con mis manos.
                   Alguien vivió
                   mis noches, mis veranos.
                   Alguien que no fui yo
                   Llegó hasta aquí
                   Oh, cielo, danos...

La segunda puerta de la galería se abre bruscamente. Esteban interrumpe el poema y abre los ojos. Mamá está en la puerta. Tiene un salto de cama sucio y lleno de flores rojas y la cabeza llena de ruleros. Un cigarrillo cuelga de sus labios.
 - ¿Queda algo de limonada, Angel?  - dice.
 - Sí  - le digo.
Mamá se acerca haciendo susurrar sus chinelas sobre la galería; baja al patio y
su larga sombra la sigue hasta que llega bajo la sombra del paraíso y su propia sombra desaparece. El cigarrillo cuelga de sus labios y mamá entrecierra un ojo para que el humo no se lo haga arder. Sus arrugas se acentúan debido a la trabajosa expresión de la cara.
- ¿Cómo te va, Estebancito?  - dice mamá, con su voz áspera.
- Bien, señora  - dice Esteban.
- ¿Y tu mamá?  - dice mamá.
- Bien  - dice Esteban.
- ¿De veras que te tocó marina?  - dice mamá.
- Sí   -  dice Esteban.
- El nene tuvo más suerte que vos, entonces  - dice mamá, señalándome con la cabeza.
- Ahí está la limonada  - digo.
Mamá me mira rápidamente y recoge la jarra.
- Hasta luego, Estebancito  - dice.
- Hasta luego, señora  - dice Esteban.
Mamá se vuelve y se detiene. Esteban y yo miramos en dirección a la segunda puerta de la galería. El está ahí, parado, y nos sonríe.
- La tomo con los muchachos. Vos andá a bañarte, Elvira  - dice.
- Estoy lista en un minuto  - dice mamá.
Deja la jarra sobre la mesa y desaparece. Tiene la cara redonda, pueril, oscurecida por la barba, y le queda muy poco pelo en la cabeza. Está vestido con un traje blanco, sucio y raído. Tiene demasiada barriga. Sus ojos evitan mirarme cuando me habla.
- En qué andan, muchachos  - dice.
- Conversábamos  - dice Esteban.
- Permiso  - dice él -  Voy a servirme un trago de limonada.
Llena el vaso de limonada, sin mirarme, y se lo toma.
- Y, Angelito, ¿cómo marcha ese periodismo?  - dice.
- Bien  - digo.
- Se gana bien ahí, ¿no?  - dice.
- Algo se gana  - digo.
- De joven me  gustaba el periodismo  - dice él -  Y me gustaban los versos también. Tu mamá me ha dicho que te gustan mucho los versos.
Evita mirarme. Los ojos verdes de Esteban, en cambio, me contemplan, pétreos. No respondo.
 - Sírvase otro vaso de limonada  - dice Esteban.
 - Gracias  -  dice él. Lo sirve y se lo toma. Una gota cae del vaso al suelo, mientras él permanece tomándoselo, con la cabeza echada hacia atrás. Después deja el vaso sobre la mesa.
- Calor - dice  -. Mucho calor.
Tiene la barba veteada de gris. Carraspea.
- Mucho - dice  -. Mucho.
Vuelve a carraspear. Los ojos de Esteban me contemplan, los siento. Los de él, en cambio, evitan mirarme.
 - Permiso, muchachos  - dice por fin - Voy adentro.
 - Atienda, nomás  - dice Esteban.
 - Angelito  - dice él, indeciso -. Una de estas noches tenemos que ir a comer unos pescados  por ahí, ¿no te parece?
 - Sí. Lógico -, digo yo.
- Bueno, muchachos. No los molesto más  - dice él.
Oigo el chasquido de sus zapatos en la tierra y después el taconeo sobre las baldosas. Esteban lo mira alejarse por encima de mi cabeza. Oigo el ruido de la segunda puerta al cerrarse.
 -Tenía sed - dice Esteban.
                    
                                                                   3

De pie contemplo cómo el chorro de agua de la canilla cae en la bañadera., con un estruendo rápido. La bañadera está a medio llenarse y el agua salpica los mosaicos blancos y negros del cuarto de baño.
- Seguro que la llevó a tomar un helado  - dice Esteban.
Esteban se mira durante un momento en el espejo. Se toca la mejilla con la mano.
- Es extraño  - dice.
 Toda su ropa cuelga de la percha. A través de los vidrios esmerilados de la puerta del baño veo la refulgencia del sol de la tarde. En la atmósfera flota todavía el olor a perfume barato de mamá. Esteban sacude la cabeza, haciendo una mueca a su propia imagen, y después se mete en la bañadera.
- ¿Cómo sigue?  - le digo.
- ¿Qué cosa?  - dice Esteban.
- El poema  - digo -. ¿Cómo sigue?
Esteban cierra los ojos y comienza a recitar, metido en el agua hasta el cuello.

                                 - Oh, cielo, danos 
                                 luz más ardiente para saber 
                                 -  si es que eso puede ser sabido - 
                                 quién labró por nosotros nuestro ayer
                                 y vivió lo que hemos vivido.

Esteban permanece con los ojos cerrados, acostado boca arriba en la bañadera, con el agua hasta el cuello.
- Esteban  - le digo -. Ellos sufren.
- ¿Quiénes?  - dice Esteban.
- El - digo yo -. Ella. Sobre todo él. Ella, sobre todo.
- Yo abriría la puerta  - dice Esteban -.  Me gustaría ver desde aquí el paraíso.
 - No se ve desde aquí  - le digo.
Me saco el pantaloncito descolorido y voy hacia la bañadera.


                                                                    4

No escucho más que el ruido de la lluvia en la casa sola. He puesto la mesa en la galería para ver la lluvia mojando incansablemente el paraíso, a la luz de relámpagos verdes. El agua a veces me salpica la cara. El cuaderno está abierto sobre la mesa y a su lado está la lapicera, cerrada. Tengo la boca seca. Cuando los relámpagos iluminan el patio veo los charcos que el agua ha ido formando sobre la tierra. La luz de la galería alumbra apenas el cuaderno y la mesa y me he ubicado de modo tal que mi sombra no me impedirá trabajar. Siento el rostro  reseco, y un gusto a sal, y la boca seca. La copia del poema de Esteban asoma de entre las páginas del libro. Releo lo escrito en tinta azul, inmediatamente después de lo tachado:

Dada su posibilidad de reinar sobre los hechos, la narración debe superar las cosas englobándolas en una síntesis significativa guiada por el amor al conocimiento del hombre y propender a

Tomo la lapicera y después de releer "y propender a" escribo a su lado "la". Vacilo un momento, miro la lluvia mojando la fronda brillante del paraíso, y después me inclino otra vez sobre el cuaderno y pongo la palabra "sabiduría".


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Gritos de amor - Patricia Highsmith

Hattie tiró de la cadenita de la lámpara de mesa, estiró la sábana hacia sus hombros y permaneció tendida, tensa, esperando que se calmaran la tos y los resuellos de Alice.
—Alice —murmuró.
No hubo respuesta. Sí, ya estaba durmiendo, aunque siempre afirmaba que no cerraba el ojo antes de que el reloj diera las once.
Hattie se fue deslizando suavemente hacia el borde de la cama y con lentitud sacó un pie enfundado en una media blanca. Se dio vuelta para mirar a Alice, de la que nada era visible salvo su nariz afilada, que se proyectaba entre la orla de su gorro de dormir y la sábana que le cubría la boca. Estaba inmóvil.
Hattie se levantó cautelosamente de la cama, respirando rápido a causa de la emoción. En la semioscuridad, veía las dos dentaduras dentro de los vasos de agua sobre la mesilla. Rió nerviosamente.
Como un fantasma blanco, atravesó el cuarto, hasta más allá del banquillo victoriano. Se detuvo ante el costurero, levantó la tapa plegable y buscó a tientas entre los carretes de hilos y los moldes de papel, hasta que encontró las tijeras. Entonces, sujetándolas con fuerza, atravesó de nuevo la habitación. Antes de acostarse había dejado entornada la puerta del armario ropero, y entonces la abrió sin un crujido. Metió una mano temblorosa en la negrura del armario, tocó los dos abrigos de lana y unos cuantos vestidos. Finalmente, palpó algo velloso y levantó la percha de la que colgaba. Las tijeras se le escurrieron de la mano. Hubo un ruido, seguido por una risita a medias reprimida.
Desde atrás de la puerta del armario echó un vistazo a Alice, inmóvil en la cama. Alice era dura de oído. Con los dedos de los pies doblados hacia arriba, tiesos, Hattie se dirigió despacio hacia el sillón del lado de la ventana, por la que entraba, oblicuamente, un rayo de luna; se sentó con las tijeras y la chaqueta de angora en su regazo. A la luz de la luna, su rostro brillaba, desdentado y diabólico. Examinó la chaqueta al modo de quien tienta un pedazo de carne antes de decidir por dónde meter el cuchillo.
Era una chaqueta realmente bonita. Alice la había recibido la semana anterior de su sobrina, como regalo de cumpleaños. Alice nunca se habría permitido comprar algo tan lujoso. La chaqueta la hizo feliz como a una niña; se la ponía todos los días por encima del vestido.
Las tijeras cortaron con un ronroneo a lo largo de las suaves mangas de lana, desde los puños a las hombreras. Meditó un momento. Otro corte. En la espalda, claro está; pero sólo cosa de un palmo, para que no fuese visible inmediatamente.
Unos segundos más tarde había dejado las tijeras en el costurero y colgado la chaqueta en el ropero. Se tendió debajo de la sábana. Lanzó un largo suspiro. Pensó en las mangas abiertas y en la cara de Alice por la mañana. No había manera de remendar la chaqueta y Hattie se sentía satisfecha de sí misma.
A las ocho y media las despertó la camarera del hotel. Era un ritual que nunca variaba: tres golpes de los nudillos en la puerta y una voz chillona con un dejo de insolencia:
—Las ocho y media. El desayuno está listo.
Entonces, Hattie, que siempre se despertaba la primera, sacudía a Alice por el hombro.
Mecánicamente, se sentaron en sus lados respectivos de la cama y se sacaron por la cabeza las camisas de dormir, revelando una ropa interior limpia y blanca. No decían nada. Siete años de coexistencia habían reducido su conversación a lo más indispensable.
Sin embargo, aquella mañana Hattie pensaba en la chaqueta. Se sentía cohibida, pero no se le ocurrió nada por decir o hacer que aliviara la tensión, de modo que paso más tiempo del habitual peinándose. Tenía una trenza de casi tres palmos de largo, que se colocaba alrededor de la cabeza, y todas las mañanas la deshacía para darle sus cien pasadas de cepillo. El cabello era su única vanidad. Finalmente, se levantó, moviéndose inquieta y fingiendo que se abrochaba el vestido.
Alice parecía pasarse un siglo en el lavabo, haciendo gárgaras con una solución de agua tibia y sal. Por las mañanas, se mantenía tercamente fiel al agua salada, a pesar de la tentadora presencia de la botella de enjuague rosado de Hattie, colocada sobre el estante.
—¿De qué te ríes?—preguntó Alice, volviéndose con el rostro húmedo y sonriendo ligeramente.
Hattie no pudo contestar, miró las dentaduras en los vasos, sobre la mesilla, y volvió a reírse.
—Toma tu dentadura.
Le alargó el vaso.
—Se me ocurrió que bajarías a desayunar sin ponértela.
—Vamos, Hattie, ¿me has visto alguna vez salir del cuarto sin la dentadura puesta?
Alice se sonrió para sí misma. Sería un buen día, pensó. La señora Crumm y su hermana habían regresado de un fin de semana afuera y por la tarde podrían jugar las cuatro a los naipes. Se dirigió al armario, descalza, con sólo las medias puestas.
Hattie la siguió con la mirada, mientras descolgaba su vestido azul pálido, el que iba mejor con la chaqueta beige de angora. Desabrochó los botoncitos del frente. Luego, descolgó la chaqueta y metió un brazo en una manga.
—¡Oh!—susurró con desconsuelo.
Luego, como una niña dolida, cerró los ojos e hizo una mueca malhumorada. Las lágrimas le resbalaron en seguida por las mejillas.
—¡Oh, Hattie!
Ésta sonrió estúpidamente, incómoda, aunque disfrutaba de lo lindo.
—¡Dios mío! Parece mentira —exclamó—. ¿Quien puede haberte jugado una broma así?
Se acercó a la cama, en la que se sentó, doblándose de risa.
—Hattie, tú lo hiciste—declaró Alice con voz vacilante.
Apretaba la chaqueta contra el pecho.
—Hattie, eres una malvada.
Tendida ahora a través de la cama, Hattie se reía histéricamente.
—Sabes de sobra que no lo hice, Alice… Ja…  ja… ja… ¿Por qué habría hecho yo algo…?
La risa incontrolable le impidió continuar.
Hattie siguió tendida unos minutos, hasta que se calmó lo bastante para bajar a desayunar. Cuando salió del cuarto, Alice estaba sentada en el sillón al lado de la ventana, sollozando, con la cara hundida en la chaqueta de angora.
Alice no bajó hasta que la llamaron para la comida. En la mesa charló con la señora Crumm y su hermana e hizo como si no viera a Hattie, que estaba sentada frente a ella, silenciosa e inquieta, pero sin arrepentirse de lo que había hecho. Habría podido soportar días y días de indiferencia por parte de Alice sin experimentar el menor remordimiento.
Hacía un día espléndido. Después de comer, salieron con la señora Crumm, su hermana y la señora Holland, la directora del hotel, y se sentaron en Gramercy Park.
Alice fingió estar absorta en su libro. Era una novela de detectives de su autor favorito, el libro pertenecía a la biblioteca circulante del hotel. La señora Crumm y su hermana monopolizaban la conversación. Un viaje de fin de semana daba tema para varias tardes y la señora Crumm podía recordar con precisión todos los platillos que se había comido en varios días.
El tono monótono de las voces y el calorcillo del sol hicieron caer a Alice en una somnolencia. La pagina se volvió borrosa.


Por la mañana, había planeado la actitud a adoptar con Hattie. Se mostraría fría y distante. No era la primera vez que Hattie cometía un ultraje como aquél. Meses antes derramó tinta en su mantel de encaje, la víspera del día en que iba a regalárselo a su sobrina… Y había también la desaparición de un tomo de poesías de Tennyson, encuadernado en piel. Estaba segura de que Hattie lo escondía en alguna parte. Había decidido que por la noche haría calmosamente sus maletas, escribiría a Hattie una nota, breve pero clara, y se marcharía del hotel. Se iría a otro del mismo barrio y daría a conocer, a través de la señora Crumm, donde estaba y así tendría la satisfacción de que Hattie fuese a verla y a pedirle perdón. Pero la verdad era que no estaba segura, ni mucho menos, de que Hattie fuese a verla y esta posibilidad le impidió seguir ese peligroso camino. ¿Y si tenia que pasar a solas el resto de su vida? Era mucho más fácil quedarse donde estaba, jugar agradablemente a los naipes por las tardes y vengarse en pequeñas cosas. Se consoló diciéndose que esto también sería más distinguido. No pensó en detalle lo que haría o diría con el propósito de lastimar a Hattie. Las ocasiones se presentarían por sí mismas…
La señora Holland la sacó de su somnolencia de un codazo.
—Vamos a tomar unos helados. Y después, a jugar unas partiditas.
—Estaba justamente en lo más emocionante de la novela…
Pero Alice se levantó con las demás y casi estaba contenta caminando hacia la heladería.
Alice ganó a los naipes y se sintió satisfecha. Hattie, que la había mirado todo el día con inquietud, se mostró muy aliviada cuando Alice decidió que podían volver a hablarse.
A pesar de todo, el recuerdo de la chaqueta echada a perder escocía a Alice y le daba un sentimiento de injusticia. En realidad, se avergonzaba de sí misma por tomárselo con tanta ligereza. Dejaba que Hattie la pisoteara. Deseaba poder sentir un odio real y verdadero.
A las nueve estaban ya en su cuarto, leyendo. Se había desvanecido todo vestigio de contrición o timidez por parte de Hattie.
—Qué día más hermoso, ¿verdad? —se aventuró a decir.
—¡Uh, uh!…
Alice no levantó los ojos del libro.
—Bueno… —Hattie hizo la observación inevitable a través del inevitable bostezo—: Me parece que voy a acostarme.
Unos minutos más tarde, ambas estaban en la cama, apoyando las espaldas en cuatro almohadas, Hattie con el periódico y Alice con la novela de detectives. Permanecieron un rato en silencio. Luego, Hattie arregló sus almohadas y se tendió.
Buenas noches, Alice.
—Buenas noches.


Alice apagó pronto la luz y hubo un silencio absoluto en el cuarto, excepto por el suave tic-tac del reloj y el runruneo ocasional de un automóvil. El reloj en la repisa de la chimenea zumbó y comenzó a dar las diez.
Alice estaba tendida con los ojos abiertos. Durante todo el día había retenido las lágrimas y entonces comenzó a sollozar. Pero sintió que no eran las lágrimas pueriles de la mañana. Se secó la nariz con la sábana.
Se incorporó sobre un codo. La trenza de cabello oscuro de Hattie perfilaba el cuello y el hombro sobre la blanca sábana. Se sentía muy fuerte, lo bastante para estrangular a Hattie con sus propias manos. Pero la idea de matarla se esfumó de su mente tan de prisa como entrara en ella. Su venganza debía ser algo duradero, que le doliera, algo que Hattie tuviera que soportar y que ella gozara.
Entonces se le ocurrió la idea y se levantó y dirigió al costurero sin detenerse, como Hattie lo hiciera veinticuatro horas antes… y se encontró al lado de la cama, inclinada sobre Hattie, mirando su rostro plácido, dormido, mirándolo a través de las lágrimas y de sus ojos miopes. Dos tijeretazos rápidos cortarían la trenza cerca de la cabeza. Pero Alice bajó algo las tijeras, hasta el lugar donde la trenza era más apretada. Apretó las tijeras con ambas manos, las hizo masticar la trenza mientras Hattie se despertaba lentamente al contacto frío del metal en el cuello. Rrrac… y ya estaba.
—¿Qué pasa? ¿Qué…? —exclamó Hattie.
La trenza, cortada, se extendía como una serpiente gris oscuro sobre la sábana.
—¡Alice! —gritó Hattie, y tanteándose el cuello encontró el pelo tieso del muñón de la trenza—. ¡Alice!
Ésta se hallaba a unos palmos de distancia, mirando a Hattie, ya sentada en la cama y de súbito se sintió embargada por la alegría. Rió entre dientes y al mismo tiempo se le saltaron las lágrimas.
—Tú me lo hiciste —dijo—. Tú cortaste mi chaqueta.
El instante de defensa de Alice era innecesario, porque Hattie estaba absolutamente encogida y aturdida. Empezó a salir de la cama, como para ir al espejo, pero volvió a sentarse, gimiendo y llorando, palpándose el horrible muñón de la trenza. Luego volvió a tenderse, sin dejar de gemir contra la almohada. Alice se quedó de pie y finalmente se sentó en el sillón. Estaba llena de energía, sin sueño. Pero hacia el amanecer Hattie se durmió y Alice se deslizó entre las sábanas.
Hattie no le habló, por la mañana, ni la miró. Colocó la trenza en un cajón. Luego se puso un pañuelo en la cabeza, para bajar a desayunar, y en el comedor se sentó a otra mesa que la que Alice y ella solían ocupar. Alice vio a Hattie hablando con la señora Holland después del desayuno.
Unos minutos más tarde, la señora Holland se acercó a Alice, que estaba leyendo en un rincón del vestíbulo.
—Me parece —le dijo la señora Holland— que usted y su amiga se sentirían mejor si ocuparan cuartos distintos durante una temporada, ¿verdad?
Esto tomó a Alice por sorpresa, aunque, al mismo tiempo, había temido algo peor. La declaración que había preparado sobre la tinta vertida, el Tennyson desaparecido y la chaqueta de angora echada a perder se desvaneció, y contestó con voz firme:
—Claro que sí, señora Holland. Estoy dispuesta a lo que Hattie quiera.
Alice se ofreció a cambiar de cuarto, pero fue Hattie quien se mudó. Se instaló en una habitación pequeña, tres puertas más allá, en el mismo piso.
Aquella noche, Alice no pudo dormir. No era que pensara concretamente en Hattie, o que le supiera mal haber hecho lo que hizo —puesto que no se arrepentía—, sino que las cosas, el cuarto, la oscuridad, incluso el tic-tac del reloj, eran distintas porque estaba sola. Un par de veces, durante la noche, oyó pasos al otro lado de la puerta y pensó que sería Hattie que volvía, pero eran sólo huéspedes que iban al lavabo del final del pasillo. Se le ocurrió que podía llamar a la puerta de Hattie y pedirle perdón; pero, se dijo, ¿por qué iba a hacerlo?
Por la mañana, Alice, observando el aspecto de Hattie, se dio cuenta de que ella tampoco había dormido. No se hablaron ni se miraron durante todo el día, y a la hora de jugar a los naipes o de tomar el té a las cuatro y media, se las arreglaron para sentarse en mesas distintas. De nuevo, Alice durmió muy mal aquella noche, y lo atribuyó al estofado de cordero de la cena, que le costaba digerir. A Hattie tal vez también le costara, pues la digestión de ésta era peor que la suya, si cabía.
Transcurrieron otros tres días y en los rostros de Hattie y Alice se veían claramente los estragos de las noches de insomnio. La señora Holland se fijó en ello y ofreció a Alice un sedante, pero ésta lo rechazó cortésmente. Tenía su orgullo, no iba a dejar que se dieran cuenta de que la perturbaba la ausencia de Hattie, y además pensaba que era una debilidad y una falta de moderación ceder a los somníferos, aunque Hattie tal vez lo hiciera.
El quinto día, a las tres de la tarde, Hattie llamó a la puerta de Alice. Tenía la cabeza todavía envuelta en un pañuelo, uno de los tres que poseía, y el que llevaba era el que Alice le había regalado por la última Navidad.
—Alice, quiero decirte que lo siento, si lo sientes también —dijo Hattie, con los labios temblorosos y torcidos por el esfuerzo de contener las lágrimas.
Para Alice, aquel momento era o hubiese debido ser de triunfo. Lo era, pensó, aunque algo —no estaba segura de qué— lo empañaba un poco, no dejaba que fuese una victoria completa.
—Lamento lo de tu trenza, si tú lamentas lo de mi chaqueta —replicó Alice.
—Lo lamento —dijo Hattie.
—Y si lamentas lo de la mancha de tinta en mi mantel de encaje… y… ¿dónde está mi libro de poesías de Tennyson?
—No lo tengo —contestó Hattie, con la voz todavía temblorosa por las lágrimas contenidas.
—¿Que no lo tienes?
—No —declaró Hattie con firmeza.
Como en un relámpago, Alice adivinó lo que realmente había sucedido: Hattie, en algún momento, en algún lugar, lo había destruido, de modo que en cierto modo era verdad que no lo tenía. Alice se dio cuenta de que no debía mantenerse en sus trece en esa cuestión, que debía perdonarla y olvidar, aunque no llegó, ni intelectual ni emocionalmente, a esta decisión, sino que, simplemente, se dio cuenta de ello y obró en consecuencia:
—Muy bien, Hattie. Puedes mudarte, si quieres.
Hattie volvió al cuarto con sus cosas, si bien a la hora de los naipes, a las cuatro, todavía se sentaron en mesas distintas.
Hattie, una vez se hubo tragado su orgullo como nunca lo había hecho en su vida, al llamar a la puerta de Alice y al decir que sentía lo ocurrido, durmió mucho mejor al volver a la situación habitual, pero la perseguía una acechante sensación de que era una injusticia. En fin de cuentas, un libro de poemas y una chaqueta pueden sustituirse, pero, ¿cómo sustituir la trenza? Alice se había vengado, ciertamente, y con creces. No estaban a mano…
Al cabo de unos días, Hattie y Alice habían vuelto a la normalidad; se hablaban poco, pero parecían entenderse, pues comían y jugaban a los naipes en la misma mesa. La señora Holland parecía satisfecha.
A Alice le pasó por la cabeza comprarle a Hattie un tónico para el cabello, bastante caro, que vio un día en un escaparate de la avenida Madison, durante un paseo con la señora Holland y el grupo de huéspedes. Pero no lo compró; ni tampoco un tratamiento especial para el cabello que vio anunciado en una revista y del que se garantizaba que hacía crecer el cabello más de prisa y más abundante que nunca, que Alice leyó en detalle el anuncio.
Entretanto, Hattie luchaba en silencio con su muñón de trenza y se cepillaba regularmente el cabello, como de costumbre, pero sólo mientras Alice tomaba su baño o estaba fuera de la habitación, para que no la viera haciéndolo. Nada de lo que poseía Alice le parecía bastante interesante para su venganza.
Pero se acercaban las Navidades. Hattie decidió esperar pacientemente a ver lo que le regalaban a Alice.




viernes, 17 de mayo de 2013

"Kincón" de Miguel Briante



Primero fue como si despertara de un sueño vacío, sin imágenes. Luego, la sensación de ser una figura vacía, apenas un pensamiento gestándose en algún lugar, lentamente. Después, comencé a dar pasos vacilantes, a ser el protagonista de escenas de acontecimientos que, casi con certeza, creía haber vivido antes. No era una similitud, no. De pronto, siempre confuso, yo estaba en cualquier lugar, haciendo cualquier cosa. Entonces recordaba haber hecho algo parecido, antes, pero no exactamente lo mismo: y era necesario que venciera imposiciones, que me moviera por mi cuenta, corrigiendo los errores hasta ajustarlo todo: en seguida la escena recomenzaba y era más perfecta, gradualmente iba asemejándose a ese modelo visible en que se convertía el pasado. Esto no duró mucho tiempo: progresivamente, en ese mundo difuso, me fui concretando. Mi cuerpo fue cada vez más preciso, mis rasgos más definidos. Mis actos ya coincidían en todo con el invariable (y casi explicable) recuerdo, y no tenían nada de balbucientes, y eran erróneos en la misma medida en que fueron erróneos los otros, los que pertenecen a esa vida anterior al sueño del que he despertado.
Ahora, que relato esto, sé dos verdades: sé que esta voz, estas palabras, estos gestos que son simples y perfectas repeticiones (esta explicación de mi voz, de mis palabras, de mis repeticiones), me han sido impuestos y es, de alguna manera, como si me hubieran sido prestadas. Prestadas para que cuente mi historia, mientras camino, mientras comprendo que se tiene que cumplir, dentro de unos instantes, el eslabón que falta para que la cadena que una vez constituyó mi vida quede completa (también) en este mundo espantable en el que estoy a punto de volver a la nada. Sé, también, que todo este lenguaje es exterior a mí, que este acto de narrar mi vida -todo eso que estoy diciendo, justificando- es el único que no puede ser una repetición, el único que no recuerdo. Nunca tuve lenguaje suficiente, me faltaron las palabras para todo y si hubiera debido contar mi historia por mi cuenta lo habría hecho como me expresé siempre, como me obligaron a expresarme siempre: a los insultos, a las trompadas. Hay, en estos recuerdos que estoy obligado a contar, pensamientos o preguntas que nunca hubiera formulado, que nunca hubiera dejado escapar de mis labios.
Decían que mi origen era el Brasil: eso era cierto. De ese país siempre tuve (en vida, en los recuerdos posteriores al sueño) una confusión nada geométrica de caminos, de ramas, de cielo entre follajes. No sé si recuerdo un barco o un tren: sé que era chico, muy chico, cuando llegué a la Argentina. Tampoco recuerdo rostro ni nombre de padres: sólo una blanda caricia, unos dedos largos que un día no vi más, que una vez, cuando fui más grande, me dejaron solo.
Estaba en algún lugar del campo y tuve que salir a buscar la vida, a ganármela. Tal vez tenía quince años. Lentamente fui adquiriendo costumbres, mañas, retruques y un lenguaje inseguro mezcla de portugués (nunca, en vida, supe que ésa era mi lengua natal), dialecto de estancias, repeticiones de pequeños pueblos bonaerenses, palabras para sacar el cuchillo. Un día -intuyo que siempre se dice así cuando no hay fechas, cuando se quiere señalar cualquier día- un carro me dejó en General Belgrano, cerca de la estación. Acostumbrado al campo abierto, a los pueblos vistos en un sueño, a los caminos retorcidos que conducen a las cosechas, creo que comprendí el borroso significado de la palabra simetría: atraído por las calles rectas, amplias, me quedé.
No es que el recuerdo se confunda, pero me queda poco tiempo. Me están imponiendo palabras, me están obligando a contar mi historia, pero también me obligan a andar por otro sendero, el mismo que atravesé el último día de la vida anterior al sueño, otro sendero donde todo tiene que acabarse, donde quizá voy a quedar hasta que alguien empiece a jugar otra vez con mi sombra, a tejer esquemáticas escenas repetidas. Debo, por lo tanto, adelantar los acontecimientos, apurarme.
De los primeros días enumero sensaciones confusas, miradas torvas, extrañadas. Luego, alguna amistad. Nunca pude explicarme por qué todo comenzó ahí, por qué todo no comenzó antes. Mirando a la distancia parece improbable que no me hubiera dado cuenta, ya, al llegar al pueblo. La palabra "negro" era parte de mi origen y no me llamaba la atención mayormente. Pero fue ahí, en General Belgrano, donde me enteré de que mis manos parecían zarpas, de que mi cuerpo era la exacta reproducción de un mono gigante. Kincón es el sonido a que quedó simplificado ese gorila que apareció una vez, en el cartelón del cinematógrafo, dibujado con una mujer entre las manos enormes, destrozándola. Kincón fue desde ese día mi nombre. La revelación de que era distinto, muy distinto. La palabra que eligieron para señalar que yo era uno más para el pequeño mundo de los solitarios: Banegas, changador, habitante de los bancos ferroviarios; Rodríguez, especie de susto nocturno, reducido a su casilla de madera, siempre a punto de ser desalojado junto con su mujer y sus hijos; otro pibe del que no recuerdo el nombre (Cantinflas, le decían), con su bolsa, sus veintisiete años desfigurados, su rebenque y su baba; hablando entre dientes y cediendo a las burlas, improvisando discursos o cantando para que todos se rieran y, alguna vez, le tiraran monedas.
Una vez alguien me provocó, alcé una silla, hice brotar sangre. De la celda, en la comisaría, pasé inexplicablemente a formar parte del personal de vigilancia. El comisario necesita gente fuerte, me dijeron. Agente Kincón: hasta a mí me daba risa. El hecho es que empecé a pelear contra los malandrines, a ganar un sueldo fijo. Creo que por eso la Juana vino a mi rancho. Ella no era fea del todo, tampoco era negra: por supuesto, la plata. Trajo a sus dos hijos. Después tuvo uno mío y se nos murió, al poco tiempo. Yo me había constituido en el padre legal de sus chicos. Hasta los reprendía yo, hasta alguna vez se me colgaron de los brazos, me dijeron Kincón ellos también, pero muy bajo, como si me estuvieran acariciando, como si fueran, sus voces, esos dedos largos y blancos que me acariciaban cuando era chico. Pero se hicieron grandes y cambiaron: se daban cuenta de la forma de mi rostro y me despreciaban. Querían comer mejor; ocultaron a la Juana cuando se metía otro hombre en mi rancho, o me lo contaban después, defendiéndola descaradamente. Comencé a pegarles, a los tres. Siempre los gritos de la Juana eran más fuertes, más persistentes; me perseguían durante muchas horas. Evitaba, entonces, volver al rancho. Comprendía que ninguna mujer podía besarme, con esta cara, y me quedaba atado a la Juana.
Camino. La curva gira (alguien me impone estas palabras y digo la curva gira). Sigo recordando todo cuanto viví dos veces, todo cuanto me ocurrió por duplicado, por triplicado quizá en escenas informes. No sé si esto que me hacen decir es cierto; sé que es lindo, que me justifica: solo, atormentado, desdeñado por esas palabras que me decían Kincón, sos fiero eh, me fui dejando llevar (o inventé que me estaba dejando llevar) por algún recuerdo primitivo, por alguna figura de ramas, de olor a follaje. Cada vez eran más frecuentes mis conversaciones con ellos, en los bancos de la estación, en la calle del centro a las tres de la mañana. También experimentaba una extraña felicidad cuando alguna noche nos topábamos con ladrones y yo cruzaba el campo, a caballo y al galope, apretando la culata del rifle, o cuando entraba sin miedo a los chumbazos en las peleas de los boliches. Sé que eran ellos (sé que era mi rostro, mi sobrenombre) los que me impulsaban a herir a alguien, a defenderlos. Odiaba. Ahora odiaba a la gente. Los pibes del pueblo, que habían sido mis amigos, estaban creciendo: ya hacían repetir sus discursos a Cantinflas, ya se habían dado cuenta de que me disgustaba verlos hacerme la venia, oírlos decirme buenos días agente Kincón. Por eso, para vengar a los otros (ahora sé que para vengarme de mi soledad) hice aquello: jugaban y me habían visto. La pelota saltaba en el empedrado y fui hacia ellos. Me miraron, descubrieron que no debían decirme nada, creyeron que yo iba a pasar de largo, que me iba a olvidar de que ya sabían por qué me llamaban Kincón. Por eso, desde ese día, rompí la pelota con el sable: me acuerdo, siempre, del ruido a goma rota, al aire en libertad. Me acuerdo de muchos ojos, odiándome.
Todas estas palabras -debo insistir, creo- están lejos de representar mi soledad. Además, la palabra soledad no habla, no puede hablar, del odio que fui dejando crecer dentro mío, del placer elemental que me llenaba al enfrentar el espejo, cuando veía que la Juana y los chicos esbozaban sonrisas al verme ante la superficie brillante. Alguna vez, en voz alta y delante de ellos, pude repetir mi sobre nombre. Kincón, Kincón. En sus ojos, en su interior estaban esas palabras: las mías eran sólo un eco. (Es extraño pero me parece que sí, que ahora hablo yo, que ya no me imponen las palabras y que domino casi todo el significado de cosas, de lugares, de símbolos que nunca hubiera conocido antes. Lo único irremisible es esta marcha, este camino hacia el último acto.) La palabra soledad no puede explicar de ninguna manera mi silencio, mis ganas, a veces, de insultarlos a todos, mi rabia (que era la rabia que le tenía a la gente) cuando les pegaba a los hijos de la Juana, o a ella misma, y después debía faltar por dos o tres noches porque sus gritos me perseguían. No podía ser todo ese odio que me llevaba a caminar por la noche, en el pueblo, vigilando los zaguanes, apareciendo de vez en cuando para ver el susto de la gente cuando se encontraba con mi cara de Kincón en la ventana.
Después vino lo otro: lo del día que trajeron a Banegas a la comisaría y le hicieron limpiar los pisos, diciendo que estaba acusado de vagancia. Yo, yo mismo le dije que se fuera. Entonces fue la pelea con el comisario: el sable y la chaqueta tirados por el suelo: el calabozo. Cuando salí, la Juana se había ido. Se había llevado (tal vez por compasión, para hacerme una afrenta, o para dejarme más solo todavía) el espejo. Los pibes, ya de doce y trece años, estaban pero no parecían esperarme. Me pidieron comida y les pegué. Les dije que tenían que trabajar, insultándolos, hablándoles de la gente, de la soledad, de los pisos de la comisaría, del comisario. Se fueron.
Al rato llegaron dos policías y me llevaron otra vez al calabozo. Por el camino los crucé: traían comida, pude adivinar que me habían denunciado. Después, todo transcurrió entre el calabozo y los boliches. A veces iba y les pegaba: ellos, mañosos, inventaban que yo seguía hablando mal de las autoridades y volvían a encerrarme. (El odio parecía dormido. En realidad, había algo más, dormido: algo que se encierra en una palabra cuyo significado recién comprendo, una palabra que también me están dictando pero que no puedo aceptar, porque seguramente no me pertenece, aunque tal vez defina lo que no sentí nunca, salvo aquella vez, en ese momento que volveré a sufrir ahora, para completar la cadena.)
Camino, anoche vine borracho y uno de los pibes estaba en mi cama: lo eché. Protestaron, me dijeron que los dueños del rancho eran ellos, que pronto iba a venir la Juana con otro tipo. Les pegué. Contra un rincón, donde había estado el espejo (donde los había visto disimular la risa), les pegué como si estuviera pegándoles a todos ellos, a todos los que me decían Kincón, a los dedos blancos que una vez me abandonaron.
Ahora es la mañana y ellos acaban de irse. Dentro de un rato vendrán a buscarme, por eso he salido a encontrarlos. Ya llegan. Los pibes no disimulan más delante mío: conducen a los policías, simplemente. Los agentes vienen con el sable, que una vez tuve en la cintura, y el mismo uniforme con el que yo aparecía de noche, por los zaguanes, o tiraba trompadas volteando ladrones. Pero hay algo distinto a siempre: ahora sé que ya no siento ni cansancio ni odio, sino todo eso junto: las ofensas, la certeza de estar solo, de sentirme nombrar desdeñosamente, de saber que siempre fui una basura, alguien que no sirve nada más que para ponerlo a la cabeza del pelotón cuando se entra a un boliche donde hay tiros, mientras se lo compara con la figura de un gorila, pensando, risueñamente, que su origen es el Brasil.
Vienen (como hace mucho tiempo, antes del sueño). Son tres y llevan sable. Camino y estoy desarmado. Corro y les grito que no, no van a llevarme, son todos una porquería y si quieren vengan y peleen y corran como corren ahora hacia mí, hacia mi cuerpo, mientras parece que los chicos se ríen, hasta que se quedan un poco asustados de mi rostro (que a lo mejor ya no causa risa, ni repulsión) y miran cómo arremeto contra los sables, cómo me aferró a la tierra y esquivo los amagues, el aire que cortan los filos, cómo me siguen cortando y mi cuerpo, mi cuerpo distinto de Kincón se debate y los ojos de los policías que una vez fueran a pelear detrás de ese cuerpo continúan sorprendidos y las manos se obligan a subir, a bajar, a hundir las hojas largas en su carne, muchas muchas veces, mientras antes de caer el monstruo sigue, como la primera vez, lleno de sangre y en pie, bramando, esquivando los sables, bailoteando.

viernes, 3 de mayo de 2013

Infierno grande - Guillermo Martínez


Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.

Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida, y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.

Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.

La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.

No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.

Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.

Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas , que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.

Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.

Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.

Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa, que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino... en fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.



Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era buen mozo... Y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.

Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño - que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.

Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.

Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.

Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.

Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.

Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.

Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.

En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.

Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.

Y un día los encontró.



Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.

La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.



Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.

Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.

Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.

El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con vendas en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.

Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia delante, para que también lo enterrásemos.

Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.