sábado, 17 de agosto de 2013

Plumas - Raymond Carver



Ese amigo mío del trabajo, Bud, nos había invitado a cenar a Fran y a mí. Yo no conocía a su mujer y él no conocía a Fran. Así que estábamos a la par. Pero Bud y yo éramos amigos. Y yo sabía que en casa de Bud había un niño pequeño. Aquel niño debía de tener ocho meses de edad cuando Bud nos invitó a cenar. ¿Qué ha sido de esos ocho meses? ¡Qué deprisa ha pasado el roja y un envoltorio que decía: ¡ES UN NIÑO! Yo no fumo puros, pero cogí uno de todos modos.
—Coge un par de ellos —dijo Bud, sacudiendo la caja—. A mí tampoco me gustan los puros. Es idea de ella.
Se refería a su mujer. Olla.
Yo no conocía a la mujer de Bud, pero una vez oí su voz por teléfono. Era un sábado por la tarde, y no me apetecía hacer nada. Así que llamé a Bud para ver si él quería hacer algo. La mujer cogió el teléfono.
—¿Dígame?
Me desconcerté y no pude recordar su nombre. La mujer de Bud. Bud me lo había dicho una buena cantidad de veces. Pero me entraba por una oreja y me salía por otra.
—¡Dígame! —repitió la mujer. Oí un aparato de televisión. Luego, la mujer añadió—: ¿Quién es?
Oí llorar a un niño.
—¡Bud! —gritó la mujer.
—¿Qué? —oí contestar a Bud.
Seguía sin acordarme de cómo se llamaba. Así que colgué. Cuando volví a ver a Bud en el trabajo no le dije que había llamado, claro está. Pero insistí y logré que mencionara el nombre de su mujer.
—Olla —dijo.
Olla, repetí para mí. Olla.
—Nada especial —dijo Bud. Estábamos en el comedor, tomando café—. Sólo nosotros cuatro. Tu parienta y tú, y Olla y yo. Sin cumplidos. Venid sobre las siete. Olla da de comer al niño a las seis. Después le acuesta, y luego cenamos. Nuestra casa no es difícil de encontrar. Pero ahí tienes un mapa.
Me dio una hoja de papel con trazos de todas clases que indicaban carreteras principales y secundarias, senderos y cosas así, con flechas que apuntaban a los cuatro puntos cardinales. Una amplia X marcaba el emplazamiento de su casa.
—Lo esperamos con impaciencia —le dije.
Pero Fran no estaba muy emocionada.
Por la noche, mientras veíamos la televisión, le pregunté si deberíamos llevar algo a casa de Bud.
—¿Como qué? —me contestó—. ¿Te ha dicho él que llevemos algo? ¿Cómo voy a saberlo? No tengo ni idea.
Se encogió de hombros y me lanzó una mirada torva. Ya me había oído antes hablar de Bud. Pero no le conocía y no tenía interés en conocerle.
—Podríamos llevar una botella de vino —añadió—. Pero a mí me da igual. ¿Por qué no llevas vino?
Meneó la cabeza. Sus largos cabellos se balanceaban hacia adelante y hacia atrás por encima de sus hombros. «¿Por qué necesitamos a más gente?», parecía decir. Nos tenemos el uno al otro.
—Ven aquí —le dije.
Se acercó un poco más para que pudiera abrazarla. Fran es como un gran vaso de agua. Con ese pelo rubio que le cae por la espalda. Cogí parte de su cabello y lo olí. Hundí la cara en él y la abracé más fuerte.
A veces, cuando el pelo le cae por delante, tiene que recogerlo y echárselo por encima del hombro. Eso la pone furiosa.
—Este pelo —dice— no me da más que molestias.
Fran está empleada en una lechería, y en el trabajo tiene que llevar el pelo recogido. Ha de lavárselo todas las noches, y se lo cepilla cuando estamos sentados delante de la televisión. De vez en cuando amenaza con cortárselo. Pero no creo que lo haga. Sabe que me gusta mucho. Que me vuelve loco. Le digo que me enamoré de ella por su pelo. Que, si se lo cortara, posiblemente dejaría de quererla. A veces la llamo «Sueca». Podría pasar por sueca. En los momentos que pasábamos juntos por las noches, cuando se cepillaba el pelo, decíamos en voz alta las cosas que nos gustaría tener. Anhelábamos un coche nuevo; ésa es una de las cosas que deseábamos. Y nos apetecía pasar un par de semanas en Canadá. Pero niños no queríamos. No teníamos niños por la sencilla razón de que no queríamos tenerlos. A lo mejor alguna vez, nos decíamos. Pero por entonces lo dejábamos para más adelante. Pensábamos que podíamos seguir; esperando. Algunas noches íbamos al cine. Otras, simplemente nos quedábamos en casa y veíamos la televisión. En ocasiones Fran me hacía algo al horno y nos lo comíamos todo de una sentada, fuera lo que fuese.
—A lo mejor no beben vino —sugerí.
—Llévalo de todos modos —repuso Fran—. Si no lo quieren, nos lo beberemos nosotros.
—¿Blanco o tinto? —pregunté.
—Llevaremos algo dulce —contestó, sin prestarme atención alguna—. Pero si nos presentamos sin nada, me da igual. Esto es cosa tuya. No le demos muchas vueltas; de lo contrario se me quitarán las ganas de ir. Puedo hacer una tarta de frambuesas. O unas pastas.
—Tendrán postre —observé—. No se invita a cenar a nadie sin preparar un postre.
—A lo mejor tienen arroz con leche. ¡O «Jell-O»! Algo que no nos gusta. No sé nada de la mujer. ¿Cómo nos enteraríamos de lo que nos va a dar? ¿Y si nos pone «Jell-O»? —dijo, meneando la cabeza. Me encogí de hombros. Pero ella tenía razón, y añadió—: Esos puros viejos que te regaló. Llévalos. Así tú y él podréis iros al salón después de cenar para fumar y beber vino de oporto, o lo que sea que bebe esa gente de las películas.
—De acuerdo, nos presentaremos sin nada.
—Haré una hogaza de pan y la llevaremos.


Bud y Olla vivían a unos treinta kilómetros de la ciudad. Hacía tres años que vivíamos allí, pero Fran y yo no habíamos dado ni una puñetera vuelta por el campo. Daba gusto conducir por aquellas carreteras pequeñas y sinuosas. La tarde estaba empezando, hacía bueno y veíamos campos verdes, cercas, vacas lecheras que avanzaban despacio hacia viejos establos. También mirlos de alas encarnadas posados en las cercas, y palomas dando vueltas alrededor de los heniles. Había huertas y esas cosas, flores silvestres y casitas apartadas de la carretera.
—Ojalá tuviéramos una casa por aquí —dije.
Sólo era una idea vana, otro deseo que no iría a parte alguna. Fran no contestó. Estaba ocupada mirando el mapa de Bud. Llegamos a la encrucijada de cuatro caminos que había señalado. Giramos a la derecha, como decía el mapa, y recorrimos exactamente cuatro kilómetros y ochocientos cincuenta metros. Al lado izquierdo de la carretera, vi un sembrado de maíz, un buzón de correos y un largo camino de grava. Al final del camino, rodeada por algunos árboles, se erguía una casa con porche. Tenía chimenea. Pero era verano, de modo que no salía humo, claro está. Sin embargo, me pareció un bonito panorama, y así se lo dije a Fran.
—Parece un campamento de vagabundos —repuso ella.
Torcí y entré en el camino. A ambos lados crecía maíz. Era más alto que el coche. Oí reclinar la grava bajo las ruedas. Al acercarnos a la casa, vi un huerto con cosas verdes del tamaño de pelotas de béisbol que colgaban de un emparrado.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—¿Cómo voy a saberlo? —dijo Fran—. Calabazas, tal vez. No tengo ni idea.
—Oye, Fran, tómatelo con calma.
No contestó. Se mordió el labio. Al llegar a la casa apagó la radio.
En el jardín había una cuna y en el porche unos juguetes desperdigados. Paré delante de la casa y apagué el motor. Entonces fue cuando oímos aquel horrible berrido. Había una criatura en la casa, desde luego, pero el grito era demasiado fuerte para ser de niño.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Fran.
Entonces, algo tan grande como un buitre bajó de un árbol dando fuertes aletazos y aterrizó justo delante de nosotros. Se agitó. Torció su largo cuello hacia el coche, alzó la cabeza y nos miró.
—¡Cristo! —exclamé.
Me quedé inmóvil, con las manos en el volante y mirando aquella cosa.
—Es increíble —dijo Fran—. Nunca había visto uno de verdad.
Ambos sabíamos que era un pavo real, claro, pero no pronunciamos la palabra en voz alta. Sólo lo miramos. El pájaro echó la cabeza hacia arriba y lanzó de nuevo su áspero bramido. Había ahuecado las alas y parecía tener el doble de tamaño que cuando aterrizó.
—¡Cristo! —repetí.
Nos quedamos donde estábamos, en el asiento delantero.
El pájaro avanzó un poco hacia adelante. Luego volvió la cabeza a un lado y se puso en tensión. No nos quitaba de encima los ojos, brillantes y frenéticos. Tenía la cola levantada, y era como un abanico enorme abriéndose y cerrándose. En aquella cola relucían todos los colores del arco iris.
—¡Dios mío! —dijo Fran en voz baja, poniéndome la mano en la rodilla.
—¡Cristo! —volví a exclamar.
No se podía decir otra cosa.
El pájaro lanzó de nuevo aquel grito extraño y quejumbroso «¡Mii oo, mii oo!, decía. Si hubiese oído algo así en plena noche por primera vez, habría pensado que procedía de una persona agonizante o de un animal salvaje y peligroso.
Se abrió la puerta y Bud apareció en el porche. Se estaba abrochando la camisa. Tenía el pelo mojado. Parecía como s acabara de salir de la ducha.
—¡Cierra el pico, Joey! —ordenó al pavo real.
Dio unas palmadas y el pájaro retrocedió un poco.
—Basta ya. ¡Ya está bien, cállate! ¡Calla, fiera!
Bud bajó los escalones. Mientras venía hacia el coche se remetió la camisa. Llevaba lo mismo que en el trabajo: pantalones vaqueros y una camisa de algodón. Yo me había puesto pantalones de vestir y una camisa de manga corta. Los mocasines buenos. Cuando vi lo que llevaba Bud, me sentí incómodo tan trajeado.
—Me alegro de que lo hayáis encontrado —dijo Bud al llegar al coche—. Entrad.
—Hola, Bud —le saludé.
Fran y yo bajamos del coche. El pavo real se mantuvo apartado, moviendo de un lado para otro la innoble cabeza. Tuvimos cuidado de guardar cierta distancia entre él y nosotros.
—¿Alguna dificultad en encontrar el sitio? —me preguntó Bud. Ni había mirado a Fran. Esperaba que se la presentase.
—Las indicaciones eran buenas —contesté—. Oye, Bud, ésta es Fran. Fran, Bud. Te conoce de oídas, Bud.
Se echó a reír y se dieron la mano. Fran era más alta que Bud. Bud tuvo que levantar la vista.
—El habla de ti —dijo Fran, retirando la mano—. Bud por aquí Bud por allá. Casi eres la única persona de por aquí de la que habla. Es como si ya te conociera.
No perdía de vista al pavo real, que se había acercado al porche.
—Es que es amigo mío —repuso Bud—. Tiene que hablar de mí.
Entonces sonrió y me dio un suave puñetazo en el brazo.
Fran seguía sosteniendo su hogaza de pan. No sabía qué hacer con ella. Se la dio a Bud.
—Os hemos traído algo.
Bud cogió la hogaza. Le dio la vuelta y la miró como si fuese la primera que hubiera visto en la vida.
—Es muy amable de vuestra parte.
Se llevó la hogaza a la cara y la olió.
—La ha hecho Fran —expliqué a Bud.
Bud asintió con la cabeza.
—Vamos dentro; os presentaré a la esposa y madre.
Se refería a Olla, desde luego. Olla era la única madre de la casa. Bud me había contado que su madre había muerto y que su padre se había largado cuando él era pequeño.
De una carrera, el pavo real se plantó delante de nosotros, saltando al porche cuando Bud abrió la puerta. Trataba de entrar en la casa.
—¡Ah! —exclamó Fran mientras el pavo real se apretaba contra su pierna.
—¡Joey, maldita sea! —le reprendió Bud, dándole un golpe en la cocorota. El pájaro retrocedió por el porche y se estremeció. Las plumas de la cola resonaron al agitarse. Bud hizo como si fuera a darle una patada, y el pavo real retrocedió un poco más. Luego, Bud sostuvo la puerta para que entráramos.
—Ella deja entrar en la casa al puñetero bicho. Dentro de poco el condenado éste querrá comer en la mesa y dormir en la cama.
Fran se detuvo nada más pasar el umbral. Se volvió y miró el maizal.
—Tenéis una casa muy bonita —dijo. Bud seguía sujetando la puerta—. ¿Verdad, Jack? —Ya lo creo.
Me sorprendió oírla decir eso.
—Un sitio como éste no resulta todo lo enloquecedor que pueda parecer —dijo Bud sin soltar la puerta. Hizo un movimiento amenazador hacia el pavo real—. Te ayuda a ir tirando. Nunca hay un momento de aburrimiento. Pasad dentro, amigos.
—Oye, Bud —le dije—, ¿qué es lo que crece allí?
—Son tomates —contestó.
—Vaya granjero que me he echado —comentó Fran, meneando la cabeza.
Bud se echó a reír. Entramos. Una mujercita regordeta con el pelo recogido en un moño nos aguardaba en el cuarto de estar. Tenía las manos cogidas debajo del delantal. Y las mejillas de un color subido. Al principio pensé que estaría sofocada, o enfadada por algo. Me echó una mirada y se fijó en Fran. No de manera hostil, sólo mirándola. Con la vista en Fran, siguió ruborizándose.
—Olla, ésta es Fran. Y éste es mi amigo Jack. Lo sabes todo de Jack. Amigos, ésta es Olla —dijo Bud.
Le dio el pan a Olla.
—¿Qué es esto? —dijo la mujer—. ¡Ah, es pan casero! Pues gracias. Sentaos en cualquier sitio. Poneos cómodos. Bud, ¿por qué no les preguntas qué quieren beber? Tengo algo en el fogón.
Dejó de hablar y se retiró a la cocina con el pan.
—Tomad asiento —dijo Bud.
Fran y yo nos dejamos caer pesadamente en el sofá. Saqué los cigarrillos. El cogió un objeto pesado de encima del televisor.
—Utiliza esto —dijo, poniéndolo delante de mí, en la mesita.
Era uno de esos ceniceros de cristal moldeados en forma de cisne. Encendí y dejé caer la cerilla por la abertura de la parte posterior del cisne. Vi cómo salía del cisne un hilillo de humo.
El televisor en color estaba funcionando, así que lo miramos durante unos momentos. En la pantalla, unos coches preparados corrían a toda velocidad por una pista. El comentarista hablaba con voz solemne. Pero parecía estar conteniendo su emoción.
—Aún estamos a la espera de la confirmación oficial —decía el locutor.
—¿Queréis ver esto? —preguntó Bud, que seguía de pie.
Yo dije que me daba igual. Y era verdad. Fran se encogió de hombros. «¿Qué más me da?», pareció decir. De todos modos, el día estaba echado a perder.
—Sólo quedan unas veinte vueltas —anunció Bud—. Ya falta poco. Antes se ha formado una buena carambola. Media docena de coches destrozados. Algunos pilotos han resultado heridos. Todavía no han dicho si muy graves.
—Déjalo puesto —dije—. Vamos a verlo.
—A lo mejor, uno de esos condenados coches explota delante de nosotros —observó Fran—. O si no, puede que alguno se precipite contra la tribuna y mate al chico que vende esas raquíticas salchichas.
Se pasó los dedos por un mechón de pelo y mantuvo la vista fija en el televisor.
Bud miró a Fran para ver si estaba bromeando.
—Lo otro, el choque múltiple, fue digno de verse. Cada accidente provocaba otro. Gente, coches, piezas por todos lados. Bueno, ¿qué queréis que os traiga? Tenemos cerveza, y hay una botella de Old Crow.
—¿Qué bebes tú? —pregunté a Bud.
—Cerveza. Es buena y está fría.
—Tomaré cerveza —dije.
—Yo tomaré de ese Old Crow con un poco de agua —dijo Fran—. En un vaso alto, por favor. Con un poco de hielo. Gracias, Bud.
—Eso es cosa hecha —dijo Bud.
Echó otra mirada al televisor y se marchó a la cocina.
Fran me dio con el codo y movió la cabeza en dirección al televisor.
—Mira ahí encima —susurró—. ¿Ves lo que yo?
Miré adonde ella decía. En un estrecho florero rojo alguien había apretujado unas cuantas margaritas. Junto al florero, sobre el tapete, estaba expuesta una de las dentaduras más melladas y retorcidas del mundo. Aquella cosa horrible no tenía labios ni mandíbulas tampoco, eran sólo los viejos dientes de yeso metidos en algo semejante a gruesas encías de color amarillo.
Justamente entonces Olla volvió con una lata de frutos secos y una botella de cerveza sin alcohol. Ya se había quitado el delantal. Puso la lata en la mesita, junto al cisne.
—Servíos —dijo—. Bud os está preparando las copas.
Volvió a ruborizarse. Se sentó en una vieja mecedora de mimbre y la puso en movimiento. Bebió de su cerveza sin alcohol y miró la televisión. Bud volvió trayendo una bandejita de madera con el vaso de whisky con agua para Fran y con mi botella de cerveza. En la bandeja traía otra botella de cerveza para él.
—¿Quieres vaso? —me preguntó.
Meneé la cabeza. Me dio una palmadita en la rodilla y se volvió hacia Fran.
—Gracias —dijo ella, cogiendo el vaso.
Su mirada se dirigió de nuevo a la dentadura. Bud se dio cuenta de adonde miraba. Los coches chirriaban por la pista. Cogí la cerveza y presté atención a la pantalla. La dentadura no era asunto mío.
—Así es como Olla tenía los dientes antes de ponerse el aparato de corrección —explicó Bud a Fran—. Yo estoy acostumbrado a ellos. Pero supongo que parecen una cosa rara ahí encima. La verdad es que no sé por qué los guarda.
Miró a Olla. Luego a mí, haciéndome un guiño. Se sentó en su butaca y cruzó las piernas. Bebió cerveza y fijó la vista en Olla.
Olla volvió a ponerse encarnada. Tenía en la mano la botella de cerveza sin alcohol. Bebió un trago.
—Me recuerdan lo mucho que le debo a Bud —dijo.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Fran. Estaba picando de la lata de frutos secos, comiendo anacardos. Dejó lo que estaba haciendo y miró a Olla—. Disculpa, pero no me he enterado.
Fran miró fijamente a la mujer y aguardó su respuesta. Olla se ruborizó de nuevo.
—Tengo muchas cosas por las que estar agradecida —dijo—. Esa es una por la que tengo que darle las gracias. Tengo los dientes a la vista para recordar lo mucho que le debo a Bud. —Bebió otro trago. Luego apartó la botella y añadió—: Tienes los dientes bonitos, Fran. Me di cuenta en seguida. Pero a mí me salieron torcidos de pequeña. —Se dio unos golpéenos con a uña en un par de dientes delanteros—. Mis padres no podían permitirse el lujo de arreglármelos. Me salían cada cual por su lado. A mi primer marido le traía sin cuidado el aspecto que yo tuviera. ¡A él qué iba a importarle! Lo único que le importaba era de dónde iba a sacar la próxima copa. Sólo tenía un amigo en el mundo, y era la botella. —Meneó la cabeza—. Luego apareció Bud y me sacó de aquel lío. Cuando estuvimos juntos, lo primero que dijo Bud fue: «Vamos a ir a que te arreglen los dientes.» Ese molde me lo hicieron justo después de que Bud y yo nos conociéramos, en mi segunda visita al ortodoncista. Antes de que me pusieran el aparato.
El rostro de Olla seguía colorado. Se puso a mirar a la imagen de la pantalla. Bebió cerveza de la suya y no parecía tener más que decir.
—Ese ortodoncista debía ser un mago —comentó Fran, echando otra mirada a la dentadura terrorífica, encima de la televisión.
—Era estupendo —repuso Olla. Se volvió en la mecedora y añadió—: ¿Veis?
Abrió la boca y nos mostró los dientes de nuevo, esta vez sin timidez alguna.
Bud se dirigió a la televisión y cogió la dentadura. Se acercó a Olla y le puso el molde junto a la mejilla.
—Antes y después —dijo.
Olla alzó la mano y le quitó el molde a Bud.
—¿Sabéis una cosa? El ortodoncista quería quedarse con esto. —Mientras hablaba, lo tenía en el regazo—. Le dije que de eso, nada. Le hice ver que eran mis dientes. Así que, en cambio, le sacó unas fotografías al molde. Me dijo que las iba a sacar en una revista.
—Imaginaos qué clase de revista sería. No creo que haya mucha demanda para esa clase de publicación —dijo Bud, y todos reímos.
—Cuando me quitaron el aparato, seguí llevándome la mano a la boca cuando me reía. Así —dijo—. Todavía lo hago a veces. La costumbre. Un día dijo Bud: «Ya puedes dejar de hacer eso, Olla. No tienes por qué taparte unos dientes tan bonitos. Ahora tienes una dentadura preciosa.»
Olla miró a Bud. Bud le guiñó un ojo. Ella sonrió y bajó la vista.
Fran dio un sorbo a su copa. Tomé un poco de cerveza. Yo no sabía qué decir sobre todo aquello. Y Fran tampoco. Pero estaba seguro de que después haría muchos comentarios al respecto.
—Olla —dije—, yo llamé una vez aquí. Tú contestaste al teléfono. Pero colgué. No sé por qué lo hice.
Le di un sorbo a la cerveza. No sabía por qué había sacado el asunto a relucir.
—No me acuerdo —repuso Olla—. ¿Cuándo fue?
—Hace tiempo.
—No lo recuerdo —repitió, meneando la cabeza.
Pasó los dedos por la dentadura de yeso que tenía en el regazo. Miró la carrera y siguió meciéndose.
Fran me miró. Se mordió el labio. Pero no dijo nada.
—Bueno —dijo Bud—, ¿qué contáis?
—Tomad más frutos secos —nos recomendó Olla—. La cena estará lista dentro de poco.
Se oyó un grito en una habitación al fondo de la casa.
—Ya empieza —dijo Olla a Bud, haciendo una mueca.
—Es el pequeño —explicó Bud.
Se reclinó en la butaca y vimos el resto de la carrera, tres o cuatro vueltas, sin sonido.
Una o dos veces volvimos a oír al niño, grititos inquietos que venían de la habitación del fondo.
—No sé —dijo Olla. Se levantó de la mecedora—. Casi está todo listo para que nos sentemos a la mesa. Sólo tengo que terminar de hacer la salsa. Pero antes será mejor que le eche una mirada. ¿Por qué no vais a sentaros a la mesa? Sólo tardaré un momento.
—Me gustaría ver al niño —dijo Fran.
Olla seguía con los dientes en la mano. Se acercó al televisor y volvió a ponerlos encima.
—Ahora se podría poner nervioso. No está acostumbrado a los extraños. Espera a ver si puedo dormirle otra vez. Luego podrás verle. Mientras esté dormido.
Después se alejó por el pasillo hacia una habitación, y abrió la puerta. Entró en silencio y cerró la puerta. El niño dejó de llorar.


Bud apagó el televisor y fuimos a sentarnos a la mesa. Bud y yo hablábamos de cosas del trabajo. Fran escuchaba. De vez en cuando incluso hacía alguna pregunta. Pero yo sabía que estaba aburrida, y quizá un poco molesta con Olla por no permitirle que viera al niño. Echó una mirada por la cocina de Olla. Se retorció un mechón de pelo entre los dedos y pasó revista a las cosas de Olla.
Olla volvió a la cocina.
—Le he cambiado y le he dado su pato de goma. Es posible que ahora nos deje comer. Pero no me hago ilusiones.
Levantó una tapadera y apartó una cazuela del fogón. Echó una salsa roja en un tazón, y lo puso en la mesa. Levantó las tapaderas de otras cazuelas y miró a ver si todo estaba listo. En la mesa había jamón asado, boniatos, puré de patatas, habas, mazorcas de maíz, ensalada de lechuga. La hogaza de pan de Fran estaba en un lugar destacado, junto al jamón.
—He olvidado las servilletas —dijo Olla—. Empezad vosotros. ¿Qué queréis beber? Bud bebe leche en todas las comidas.
—Leche está muy bien —dije.
—Agua para mí —dijo Fran—. Pero puedo ponérmela yo. No quiero que me sirvas. Ya tienes bastante que hacer.
Hizo ademán de levantarse de la silla.
—Por favor —dijo Olla—. Eres la invitada. Quédate quieta. Deja que te la traiga.
Se estaba ruborizando de nuevo.
Nos quedamos sentados con las manos en el regazo, esperando. Pensé en la dentadura de yeso. Olla volvió con servilletas, grandes vasos de leche para Bud y para mí y otro de agua con hielo para Fran.
—Gracias —dijo Fran.
—De nada —repuso Olla.
Luego se sentó. Bud carraspeó. Inclinó la cabeza y dijo algunas palabras para bendecir la mesa. Hablaba en voz tan baja que apenas distinguí lo que decía. Pero comprendí su sentido; le daba gracias al Altísimo por los alimentos que íbamos a consumir.
—Amén —dijo Olla cuando él terminó.
Bud me pasó la bandeja del jamón y se sirvió puré de patatas. Entonces empezamos a comer. No hablamos mucho, salvo en alguna ocasión en que Bud o yo dijimos: «El jamón está muy bueno.» O: «Ese maíz dulce es el mejor que he comido en la vida.»
—Lo que es extraordinario es el pan —dijo Olla.
—Tomaré un poco más de ensalada, por favor, Olla —dijo Fran, tal vez ablandándose un poco.
—Coge más de esto —decía Bud, pasándome la bandeja del jamón o el tazón de la salsa roja.
De cuando en cuando oíamos los ruidos que hacía el niño. Olla volvía la cabeza para escuchar; luego, satisfecha de que fuese una agitación sin importancia, prestaba de nuevo atención a la comida.
—El niño está de mal humor esta noche —le dijo Olla a Bud.
—De todos modos, me gustaría verle —insistió Fran—. Mi hermana tiene una niña. Pero viven en Denver. ¿Cuándo podré ir a Denver? Tengo una sobrina que no conozco.
Fran pensó en ello durante un momento y luego continuó comiendo.
Olla se llevó a la boca el tenedor con un poco de jamón.
—Esperemos que se duerma —dijo.
—Queda mucho de todo —dijo Bud—. Comed todos un poco más de jamón y de boniatos.
—Yo no puedo comer ni un bocado más —dijo Fran. Dejó el tenedor en el plato—. Está estupendo, pero estoy llena.
—Tendrás que hacer sitio —le aconsejó Bud—. Olla ha hecho tarta de ruibarbo.
—Creo que comeré un poco —repuso Fran—. Cuando los demás hayáis terminado.
—Yo también —dije; pero sólo por cortesía. Odiaba la tarta de ruibarbo desde que a los trece años cogí una indigestión comiéndola con helado de fresa.
Terminamos lo que nos quedaba en los platos. Entonces volvimos a oír al condenado pavo real. Esta vez el bicho estaba en el tejado. Hacía un ruido sordo al andar de un lado para otro por las tejas.
—Joey se quedará frito en seguida —anunció Bud, meneando la cabeza—. Se cansará y se irá a acostar dentro de un momento. Duerme en uno de esos árboles.
El pájaro lanzó su grito una vez más. «¡Mii OO!», decía. Nadie dijo nada. ¿Qué había que decir?
—Quiere entrar, Bud —dijo Olla al cabo de poco.
—Pues no puede —contestó Bud—. Tenemos invitados, por si no te has dado cuenta. Estas personas no quieren tener a un puñetero pajarraco en la casa. ¡Ese pájaro asqueroso y tu dentadura vieja! ¿Qué va a pensar la gente?
Meneó la cabeza. Se rió. Todos reímos. Fran rió con todos nosotros.
—No es asqueroso, Bud —protestó Olla—. ¿Qué te pasa? A ti te gusta Joey. ¿Desde cuándo has empezado a llamarle así?
—Desde la vez que se cagó en la alfombra —dijo Bud y, dirigiéndose a Fran, añadió—: Perdona el lenguaje. Pero te aseguro que a veces me dan ganas de retorcerle el pescuezo a ese pajarraco. Ni siquiera vale la pena matarlo, ¿verdad, Olla? A veces me saca de la cama en plena noche con ese grito suyo. No vale un pimiento, ¿eh, Olla?
Olla meneó la cabeza ante las tonterías de Bud. Removió unas cuantas habas por el plato.
—¿Cómo es que tenéis un pavo real? —quiso saber Fran.
—Siempre había soñado tener uno —contestó Olla, levantando la vista del plato—. Desde que era niña y vi la fotografía de uno en una revista. Pensé que era la criatura más hermosa que había visto nunca. Recorté la fotografía y la puse encima de la cama. Conservé la fotografía muchísimo tiempo. Luego, cuando Bud y yo vinimos a esta casa, vi mi oportunidad. Le dije: «Bud, quiero un pavo real.» Bud se rió de la idea.
—Finalmente, pregunté por aquí —siguió Bud—. Oí hablar de un viejo que los criaba en el condado vecino. Aves del paraíso, los llamaba. Pagamos cien machacantes por esa ave del paraíso. —Se dio una palmada en la frente—. ¡Dios Todopoderoso, me he echado una mujer con gustos caros!
Sonrió a Olla.
—Sabes que eso no es cierto, Bud —dijo Olla que, dirigiéndose a Fran, añadió—: Aparte de todo, Joey es un buen guardián. Con Joey no necesitamos perro. Lo oye casi todo.
—Si los tiempos se ponen difíciles, como suele pasar, meteré a Joey en la cazuela —advirtió Bud—. Con plumas y todo.
—¡Bud! Eso no tiene gracia —dijo Olla. Pero se rió y todos echamos otra buena mirada a su dentadura.
El niño empezó a llorar de nuevo. Esta vez iba en serio. Olla dejó la servilleta y se levantó de la mesa.
—Si no es una cosa es otra —dijo Bud—. Tráelo aquí, Olla.
—Ya voy —dijo Olla, yendo por el niño.


El pavo real gimió otra vez, y sentí que se me erizaba el pelo en la nuca. Miré a Fran. Cogió la servilleta y luego la dejó. Miré por la ventana de la cocina. Afuera había oscurecido. La ventana estaba levantada y en el marco había una alambrada. Creí oír al pájaro en el porche de la entrada.
Fran torció la cabeza para mirar al pasillo. Aguardaba a Olla y al niño.
Al cabo del rato, Olla volvió con él. Le miré y contuve el aliento. Olla se sentó a la mesa con el niño. Lo sujetó por debajo de los sobacos para que pudiera sostenerse con los pies sobre su regazo y nos mirase. Olla miró a Fran y luego a mí. Esta vez no se ruborizó. Esperaba que uno de nosotros hiciera algún comentario.
—¡Ah! —exclamó Fran.
—¿Qué ocurre? —preguntó rápidamente Olla.
—Nada. Creí haber visto algo en la ventana. Pensé que era un murciélago.
—No hay murciélagos por aquí —aseguró Olla.
—Quizá fuese una mariposa nocturna —dijo Fran—. Era algo raro. ¡Vaya, menudo niño!
Bud estaba mirando al niño. Luego miró a Fran. Echó la silla sobre las patas de atrás y asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo, volviendo a asentir—, no te preocupes. Sabemos que ahora mismo no ganaría ningún concurso de belleza. No es ningún Clark Gable. Pero dale tiempo. Con un poco de suerte, ya sabes, crecerá y se parecerá a su padre.
El niño estaba de pie en el regazo de Olla mirando en torno a la mesa, observándonos. Olla había bajado las manos hasta ponerlas en la cintura del niño para que éste pudiera mecerse hacia atrás y hacia adelante con sus gordas piernas. Sin excepción, era el niño más feo que había visto nunca. Era tan feo que no pude decir nada. Las palabras no me salían de los labios. No es que estuviese enfermo ni desfigurado. Nada de eso. Simplemente era feo. Tenía una cara grande y roja, ojos saltones, frente amplia y labios grandes y gruesos. Carecía de cuello propiamente dicho, y tenía tres o cuatro papadas bien llenas. Le formaban pliegues justo debajo de las orejas, que le brotaban de la cabeza calva. Carne grasienta le colgaba sobre las muñecas. Sus brazos y dedos eran gruesos. Llamarle feo era decir mucho en su favor.


El niño feo hizo ruidos y saltó una y otra vez sobre el regazo de su madre. Luego dejó de brincar. Se inclinó hacia adelante y trató de meter su gruesa mano en el plato de Olla.
Yo he visto niños. Mientras yo iba creciendo, mis dos hermanas tuvieron un total de seis hijos. Me crié entre niños. Los he visto a montones y de todas clases. Pero aquél lo superaba todo. Fran también le miraba fijamente. Supongo que tampoco sabía qué decir.
—Es un tío fuerte, ¿no? —dije.
—Por Dios que no tardará mucho en dedicarse al fútbol. Y con toda seguridad que no le faltará la comida en está casa.
Como para corroborarlo, Olla pinchó con el tenedor un trozo de boniato y lo llevó a la boca del niño.
—Tú eres mi niño, ¿verdad que sí? —le dijo a la criatura gorda, ignorándonos.
El niño se inclinó hacia adelante y abrió la boca para engullir el boniato. Alargó la mano hacia el tenedor que Olla le daba y luego apretó los puños. Masticó y se balanceó un poco más sobre el regazo de la madre. Tenía los ojos tan saltones que parecía conectado a algún enchufe.
—Es un niño estupendo, Olla —dijo Fran.
El niño torció el gesto. Empezó a agitarse otra vez.
—Deja entrar a Joey —dijo Olla a Bud.
Bud dejó que las patas de su silla tocaran el suelo.
—Creo que al menos deberíamos preguntar a esta gente si les importa —dijo.
—Somos amigos —repuse—. Haced lo que queráis.
—A lo mejor no les gusta tener en casa a un viejo pajarraco como Joey. ¿Se te ha ocurrido pensar en eso, Olla?
—¿Os importa a vosotros? —nos preguntó Olla—. ¿Os importa que entre Joey? Esta noche las cosas no van bien con el pájaro. Con el niño tampoco, me parece. Está acostumbrado a que Joey esté dentro y a jugar un poco con él antes de irse a la cama. Ninguno de los dos está tranquilo esta noche.
—A nosotros no nos preguntes —dijo Fran—. A mí no me importa que pase. Nunca he tenido uno cerca, hasta hoy. Pero no me importa.
Me miró. Supongo que quería que yo dijese algo.
—No, por Dios —dije—. Que entre.
Cogí mi vaso y terminé la leche.
Bud se levantó de la silla. Fue a la puerta y la abrió. Encendió las luces del jardín.
—¿Cómo se llama vuestro niño? —preguntó Fran.
—Harold —contestó Olla. Le dio al niño más boniato de su plato—. Es muy inteligente. Listo como el hambre. Siempre entiende lo que le dices. ¿Verdad, Harold? Espera a tener un niño, Fran. Ya verás.
Fran sólo la miró. Oí que la puerta de entrada se abría y luego se cerraba.
—Ya lo creo que es listo —dijo Bud al volver a la cocina—. Ha salido al padre de Olla. Ese sí que era un viejo listo.


Miré detrás de Bud y vi que el pavo real se había quedado en el cuarto de estar, sacudiendo la cabeza de un lado para otro, como cuando se mueve un espejo de mano. Se sacudió, y el ruido fue como un mazo de cartas barajándose. Avanzó un paso. Luego otro.
—¿Puedo coger al niño? —pidió Fran. Lo dijo como si Olla le hiciese un favor permitiéndoselo.
Olla le pasó el niño por encima de la mesa. Fran trató de que el niño se acomodara en su regazo. Pero él empezó a retorcerse y a hacer pucheros. —Harold —dijo Fran. Olla miraba a Fran con el niño.
—Cuando el abuelo de Harold tenía dieciséis años, se propuso leerse la enciclopedia de cabo a rabo. Y lo hizo. La terminó a los veinte. Justo antes de que conociera a madre.
—¿Dónde vive ahora? —pregunté—. ¿A qué se dedica? Quería saber qué había sido de un hombre que se había marcado un objetivo así.
—Ha muerto —repuso Olla.
Miraba a Fran, que para entonces tenía al niño tumbado y atravesado sobre sus rodillas. Le dio unos golpecitos bajo una de las papadas. Empezó a decirle cosas de esas que se dicen a los niños.
—Trabajaba en el bosque —dijo Bud—. Unos leñadores dejaron caer un árbol encima de él.
—Mamá recibió algo de dinero del seguro —prosiguió Olla—. Pero se lo gastó. Bud le envía un poco todos los meses.
—No mucho —explicó Bud—. A nosotros no nos sobra. Pero es la madre de Olla.
Para entonces, el pavo real se había envalentonado y empezaba a avanzar despacio, con pequeños movimientos bruscos y oscilantes, en dirección a la cocina. Llevaba la cabeza erguida, aunque torcida hacia un lado, con los ojos rojos fijos en nosotros. La cresta, un ramillete de plumas, sobresalía unos centímetros por encima de su cabeza. Un penacho se alzaba en su cola. El pájaro se detuvo a unos pasos de la mesa y se quedó observándonos.
—No los llaman aves del paraíso sin razón —comentó Bud.
Fran no levantó la vista. Dedicaba toda su atención al niño. Empezó a hacerle cosquillitas, lo que, en cierto modo, le gustaba a la criatura. Es decir, al menos dejó de estar inquieto. Lo alzó a la altura de su cara y le musitó algo al oído.
—Y ahora, no le cuentes a nadie lo que te he dicho.
El niño la miró fijamente con sus ojos saltones. Luego alargó la mano y agarró un mechón de los cabellos rubios de Fran. El pavo real se acercó más a la mesa. Ninguno de nosotros dijo nada. Simplemente nos quedamos .quietos, Harold vio al pájaro. Soltó el pelo de Fran y se irguió sobre su regazo. Señaló al ave con sus gruesos dedos. Empezó a brincar y a hacer ruido.
El pavo real dio rápidamente una vuelta a la mesa y se aproximó al niño. Frotó su largo cuello por las piernas de la criatura. Metió el pico bajo la parte de arriba del pijama del niño balanceando la cabeza de un lado para otro. El niño rió agitando los pies. Apoyándose en la espalda, el niño bajó rápidamente de las rodillas de Fran hasta el suelo. El pavo real siguió arremetiendo contra el niño, como si estuvieran metidos en un juego suyo. Fran retuvo al niño apretado contra sus piernas mientras la criatura se esforzaba por avanzar.
—Es sencillamente increíble —dijo.
—Ese pavo real está loco, eso es todo —dijo Bud—. El puñetero bicho no sabe que es un pájaro; ése es su principal problema.
Olla sonrió y nos mostró los dientes de nuevo. Miró a Bud, que retiró la silla de la mesa y asintió con la cabeza. Harold era un niño feo. Pero por lo que yo sé, creo que eso no les importaba mucho a Bud y a Olla. O si les importaba, tal vez pensasen: «Bueno, es feo, ¿y qué? Es nuestro niño. Y eso es sólo una etapa. Muy pronto vendrá otra. Hay esta etapa y luego viene la siguiente. Las cosas acabaran bien a la larga, una vez que se hayan recorrido todas las etapas.» Quizá pensaron algo así.
Bud cogió al niño y le hizo girar por encima de la cabeza hasta que Harold se puso a chillar. El pavo real plegó las plumas y se quedó mirando.
Fran meneó la cabeza otra vez. Se alisó el vestido por la parte donde había tenido al niño. Olla cogió el tenedor y jugueteó con las habas de su plato.
Bub se colocó al niño sobre la cadera.
—Todavía queda la tarta y el café —dijo.
Aquella noche en casa de Bud y Olla fue algo muy especial. Comprendí que era especial. Aquella noche me sentí a gusto con casi todo lo que había hecho en la vida. No podía esperar a estar a solas con Fran para hablarle de cómo me sentía. Aquella noche formulé un deseo. Sentado a la mesa, cerré los ojos un momento y pensé mucho. Lo que deseaba era no olvidar nunca, o dejar escapar, de algún modo, aquella noche. Ese es uno de los deseos míos que se han realizado. Y me dio mala suerte que resultase así. Pero, desde luego, eso no lo sabía entonces.
—¿En qué estás pensando, Jack? —me preguntó Bud.
—Sólo estoy pensando —le contesté, sonriendo.
—¿En qué? —insistió Olla.
Me limité a sonreír otra vez y a menear la cabeza.


Aquella noche, cuando ya habíamos vuelto a casa y estábamos bajo las sábanas, Fran dijo:
—¡Cariño, lléname de tu semilla!
Sus palabras me llegaron hasta los dedos de los pies, aullé y me dejé ir.
Más adelante, después de que las cosas cambiaran para nosotros y de que hubiese venido el niño, después de todo eso, Fran recordaba aquella noche en casa de Bud como el principio del cambio. Pero se equivocaba. El cambio sobrevino más tarde; y cuando ocurrió, fue como si les hubiese pasado a otros, no como algo que nos estuviese sucediendo a nosotros.
—Malditos sean aquella gente y su niño feo —decía Fran, sin razón aparente, mientras veíamos la televisión ya entrada la noche—. Y aquel pájaro maloliente. ¡Por Dios, qué necesidad hay de esas cosas!
Repetía mucho esa clase de cosas, aun cuando no volvió a ver a Bud y Olla desde aquella vez.
Fran ya no trabaja en la lechería, y hace mucho que se ha cortado el pelo. Y también ha engordado. No hablamos de ello. ¿Qué podría decir?
Sigo viendo a Bud en la fábrica. Trabajamos juntos y abrimos juntos las fiambreras del almuerzo. Si le pregunto, me habla de Olla y de Harold. Joey no aparece en la conversación. Una noche voló a su árbol y todo terminó para él. No volvió a bajar. «La vejez, quizá», dice Bud. Luego las lechuzas se apoderaron de él. Bud se encoge de hombros. Se come el bocadillo y dice que Harold será defensa algún día.
—Tendrías que ver a ese niño —dice Bud.
Yo digo que sí con la cabeza. Seguimos siendo amigos. Eso no ha cambiado nada. Pero tengo cuidado con lo que le digo. Sé que él lo nota y que desearía que fuese diferente. Yo también. Muy de tarde en tarde me pregunta por mi familia. Cuando lo hace, le digo que todo va bien.
—Todo va estupendamente —le digo.
Cierro la fiambrera del almuerzo y saco los cigarrillos. Bud asiente con la cabeza y bebe a sorbos el café. Lo cierto es que mi chico tiene tendencia al disimulo. Pero no hablo de ello. Ni siquiera con su madre. Con ella aún menos. Hablamos cada vez menos, ésa es la verdad. Por lo general, lo único que hacemos es ver la televisión. Pero recuerdo aquella noche. Me acuerdo de la manera en que el pavo real levantaba sus patas grises y recorría centímetro a centímetro el contorno de la mesa. Y, luego, mi amigo y su mujer dándonos las buenas noches en el porche. Olla le dio a Fran unas plumas de pavo real para que se las llevara a casa. Recuerdo que todos nos dimos la mano, nos abrazamos, diciéndonos cosas. En el coche, Fran se sentó muy cerca de mí mientras nos alejábamos. Me puso la mano en la pierna. Así fuimos a casa desde el hogar de mi amigo.

jueves, 15 de agosto de 2013

Una aventura - Sherwood Anderson

   Alice Hindman, que tenía ya veintisiete años cuando George Willard era todavía un muchacho, había pasado toda su vida en Winesburgo. Estaba empleada en la tienda de ultramarinos de Winney, y vivía en casa de su madre, que estaba casada en segundas nupcias.
      El padrastro de Alice, pintor de coches, era dado a la bebida. Tenía una historia muy extra­ña; valdrá la pena de que la cuente algún día.
      Cuando Alice tenía veintisiete años era una mu­chacha alta y más bien delgada. Su cabeza, muy voluminosa, era lo que más destacaba de su cuer-po; tenía las espaldas un poco inclinadas; los ojos y los cabellos castaños. Alice era una mujer muy tranquila que ocultaba, bajo apariencias de placidez, un fermento interior en continua ac­tividad.
      Alice había tenido una aventura amorosa con cierto joven, siendo ella una chiquilla de dieciséis años. En aquel entonces no había empezado to­davía a trabajar en el almacén. El joven, que se llamaba Ned Currie, era mayor que Alice. Estaba empleado, como George Willard, en el Winesburg Eagle; durante mucho tiempo se veía casi todas las noches con Alice. Paseaban juntos bajo los árboles, por las calles del pueblo, y hablaban del destino que darían a sus vidas. Alice era entonces una chiquilla muy linda, y Ned Currie la estrechó entre sus brazos y la besó. El joven se exaltó y dijo cosas que no pensaba decir; también Alice se llenó de exaltación, porque la traicionó su de­seo de que entrase en su vida monótona un rayo de belleza. También ella habló, quebróse la cor­teza exterior de su vida, toda su reserva y des­confianza características, y se entregó por com­pleto a las emociones del amor. A finales del oto­ño, Ned Currie se marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico de aquella ciudad y abrirse camino en el mundo; y ella, con sus die­ciséis años, quería irse con él. Manifestóle con voz temblorosa su oculto pensamiento. «Yo tra­bajaré y tú podrás también trabajar —díjole—. No quiero echarte encima una carga inútil que te impida progresar. No te cases ahora conmigo. Prescindiremos por ahora de ello, aunque viva­mos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos en la misma casa, porque nadie nos conocerá en aquella ciudad y la gente no se fijará en nos­otros.»
      Ned Currie se quedó confuso ante aquella re­solución y entrega que de sí misma le hacía su novia, pero se sintió también conmovido. Su pri­mer deseo había sido hacer de la muchacha su amante, pero cambió de resolución. Pensó en pro­tegerla y cuidar de ella. «No sabes lo que te dices —le contestó con aspereza—. Ten la seguridad de que no te consentiré que hagas semejante cosa. En cuanto consiga un buen empleo regresaré. Por el momento tendrás que quedarte aquí. Es lo único que podemos hacer.»
      La víspera del día en que había de marchar de Winesburgo para empezar su nueva vida en la ciudad, fue Ned Currie a buscar a Alice. Empe­zaba a anochecer. Pasearon por las calles durante una hora, luego alquilaron un cochecillo en las caballerizas de Wesley Moyer y salieron a dar un paseo por el campo. Salió la luna y los mucha­chos no supieron qué decirse. La tristeza le hizo olvidar al joven los propósitos que había hecho respecto a su manera de conducirse con la joven.
      Saltaron del coche junto a un extenso prado que descendía hasta el lecho del Wine Creek, y allí, en la pálida claridad, se hicieron amantes. Cuando regresaron a la población, hacia la media noche, los dos estaban alegres. Parecíales que ningún acontecimiento futuro podía borrar la ma­ravilla y la belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned Currie dijo al despedirse de la joven a la puerta de la casa de su padre: «De aquí en ade­lante tendremos que seguir unidos, suceda lo que suceda.»
      El joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland y marchó hacia el Oeste, a Chicago. Du­rante algún tiempo sentía su soledad y escribía todos los días a Alice. Pero la vida de la ciudad lo envolvió en su torbellino; fue haciendo ami­gos y descubrió en la vida nuevos motivos de atracción. Se hospedaba en Chicago en una pen­sión en la que había varias mujeres. Una de ellas despertó su interés y se olvidó de Alice, que había quedado en Winesburgo. Antes de finalizar el año dejó de escribirla y sólo se acordaba de la mu­chacha muy de tarde en tarde, cuando se sentía solitario o cuando paseaba por algunos de los parques de la ciudad y veía brillar la luz de la luna sobre la hierba, como brillaba aquella noche en el prado cercano al Wine Creek.
      La muchacha de Winesburgo, iniciada ya en el amor, fue creciendo hasta hacerse mujer. Cuando tenía veintidós años falleció de repente su padre, que tenía una guarnicionería. Como el guarnicio­nero era un antiguo soldado, su viuda empezó a cobrar al cabo de algunos meses una pensión de viudedad. Invirtió el primer dinero que cobró en comprar un telar, para dedicarse a tejer alfom­bras. Alice consiguió un empleo en la tienda de Winney. Durante varios años no hubo nada capaz de hacerle creer que Ned Currie no acabaría por volver a buscarla.
      Se alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del trabajo en la tienda hacía menos largo y aburrido el tiempo de la espera. Empezó a aho­rrar dinero, con la idea de ir a la ciudad en busca de su amante en cuanto tuviese ahorrados dos o trescientos dólares, a fin de intentar reconquistar su cariño con su presencia.
      Alice no censuraba a Ned Currie por lo que había ocurrido en el campo, a la luz de la luna, pero experimentaba la sensación de que no sería capaz ya de casarse con otro hombre. Parecíale una monstruosidad la idea de entregar a otro lo que ella tenía conciencia de que sólo podía per­tenecer a Ned. No hizo caso alguno de otros jó­venes que procuraron atraer su interés. «Soy su mujer y continuaré siéndolo, vuelva o no vuelva», se decía a sí misma; y por muy dispuesta que estuviese a mirar por su propio interés, no habría sido capaz de comprender el ideal, cada vez más difundido hoy, de una mujer dueña de sus pro­pios destinos y persiguiendo, en un toma y daca, su propia finalidad en la vida.
      Alice trabajaba en la tienda desde las ocho de la mañana hasta las seis de la noche, y tres tar­des por semana volvía a la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme fue pasando el tiempo y ella sintió cada vez más su soledad, empezó a poner en práctica los recursos comunes a todas las personas solitarias. Por la noche, cuando subía a su cuarto, se arrodillaba en el suelo para rezar, y en medio de sus rezos murmuraba las cosas que hubiera querido decir a su amante. Se aficionó a objetos inanimados, y no consintió que nadie pusiese la mano en los muebles de su habitación. porque ésta era suya exclusivamente. Continuó ahorrando dinero, aun después de que abandonó su propósito de marchar a la ciudad en busca de Ned Currie.
      El ahorro se convirtió para ella en un hábito adquirido, y cuando necesitaba comprar ropa nue­va se privaba de hacerlo. A veces, en tardes llu­viosas, sacaba en el almacén su libreta del Banco y, abriéndola delante de ella, se pasaba las horas soñando cosas imposibles para economizar una cantidad de dinero suficiente para que ella y su futuro marido pudiesen vivir de las rentas.
      «A Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo —pensó—. Yo le daré la oportunidad de hacerlo. Cuando estemos ya casados y pueda yo ahorrar su dinero y el mío, nos haremos ricos. Entonces podremos viajar juntos por todo el mundo.»
      Y fueron pasando las semanas, que se convir­tieron en meses, y los meses en años, y Alice con­tinuó esperando en la tienda de ultramarinos, soñando siempre con la vuelta de su amante. Su patrón, un anciano de pelo entrecano, dentadura postiza y un bigotito ralo que le caía sobre la boca, era poco aficionado a la charla; a veces, en los días lluvioso o en los días de invierno en que el temporal se desencadenaba sobre Main Street, pasaban horas y horas sin que entrase un solo cliente. Entonces Alice arreglaba y volvía a arreglar los géneros de la tienda. Permanecía de pie junto al escaparate, desde donde podía ob­servar la calle desierta, y pensaba en las noches en que paseaba con Ned Currie y en las cosas que éste le había dicho. «De aquí en adelante tendre­mos que ser el uno del otro.» Aquellas palabras resonaban una y otra vez en el cerebro de aque­lla mujer que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas a sus ojos. A veces, cuando había salido su patrón y ella se encontraba sola en la tienda, apoyaba su cabeza en el mostrador y lloraba. «Ned, te estoy esperando», murmuraba una y otra vez; y su temor, que se iba deslizando en su in­1crior, de que no volviese nunca más adquirió cada vez mayor fuerza.
      La región que rodea a Winesburgo es deliciosa durante la época de primavera, después de las lluvias del invierno ,y antes de que lleguen los calurosos días del estío. El pueblo se levanta en medio de una llanura, pero más allá de los sem­brados surgen encantadoras extensiones de bos­ques. Hay en esas arboledas muchos pequeños rincones escondidos, lugares sosegados a donde suelen ir a sentarse los enamorados en las tardes de los domingos. Por entre los árboles se descu­bre la llanura y se ve desde allí a la gente de las granjas atareada en los corrales y a las personas que van y vienen en carruaje por las carreteras. Repican las campanas en el pueblo y de vez en cuando pasa un tren que, visto a lo lejos, parece de juguete.
      Pasaron muchos años después de la marcha de Ned Currie sin que Alice fuese al bosque los do­rningos con otros jóvenes; pero cierto día, a los (los o tres años de la marcha de aquél, haciéndo­sele insoportable su soledad, se vistió con sus mejores ropas y salió del pueblo. Encontró un pequeño espacio abrigado desde el cual podía distinguir el pueblo y una ancha faja de campo v se sentó. Asaltóle el temor de su edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese. No pudo per­manecer sentada y se levantó. Puesta en pie, y al ir recorriendo con la mirada el paisaje, hubo algo, tal vez el pensamiento de aquella vida que no se interrumpía jamás a través de la cadena de las estaciones del año; hubo algo que la hizo fijar su atención en los años que pasaban. Se dio cuenta de que había perdido la belleza y la frescura de la juventud, y se estremeció de temor. En aquel momento tuvo por primera vez la sensación de que la habían estafado. No le echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a quien echárse­la. Se sintió invadida de tristeza; cayó de rodillas y se esforzó por rezar, pero en lugar de oraciones salieron de sus labios palabras de protesta. «No volverá ya a mí. No volveré a encontrar ya la fe­licidad. ¿Por qué trato de engañarme a mí mis­ma?», exclamó; y se sintió poseída de una extra­ña sensación de alivio, nacida de aquel primer esfuerzo para enfrentarse con el miedo, que había llegado a ser una parte de su vida diaria.
      El año en que Alice cumplió los veinticinco ocurrieron dos cosas que rompieron la triste mo­notonía de sus días.
      Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburgo, y ella, por su parte, ingresó en la congregación de la Iglesia Metodis­ta. Alice se había hecho de la iglesia porque ha­bía llegado a tener miedo de la soledad de su vida. El segundo matrimonio de su madre había puesto más aún de relieve su aislamiento. «Me estoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya no me querrá. Los hombres de la ciudad donde él está viven en una perpetua juventud. Son tantas las cosas que allí ocurren que no tienen tiempo de hacerse viejos», se decía a sí misma con una sonrisa de amargura; y empezó a relacionarse resueltamente con otras personas. Todos los mar­tes por la noche, después de cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se celebraba en el sótano de la iglesia, y los domingos por la noche, acudía a las reuniones de una sociedad que se llamaba la Liga de Epworth.
      Alice no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad, empleado en una dro­guería y que pertenecía también a la iglesia, se ofreció a acompañarla hasta su casa. «Claro está que no consentiré que se acostumbre a estar con­migo, pero no veo peligro alguno en que venga de cuando en cuando», pensó, resuelta siempre a continuar siendo fiel a Ned Currie.
      Alice, sin que ella misma se diese cuenta, in­tentaba asirse de nuevo a la vida, débilmente al principio, pero luego con mayor resolución cada vez. Caminaba en silencio al lado del empleado de la droguería; pero más de una vez, en la oscu­ridad, mientras caminaban como dos estúpidos, alargó la mano para tocar suavemente los plie­gues de su americana. Cuando se despedía de ella, frente a la puerta de la casa de su madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se quedaba un mo­mento junto a la puerta. Sentía impulsos de lla­mar al empleado aquel, de rogarle que se sentase con ella en la oscuridad del porche de la casa, pero temía que no la comprendiese. «No es a él a quien yo quiero —se decía a sí misma—. Lo que yo busco es huir de mi gran soledad. Si no tomo precauciones acabaré por desacostumbrarme del trato de la gente.»
. . .
      A principios de otoño del año en que cumplía los veintisiete, se apoderó de Alice un desasosie-go apasionado. No podía sufrir la compañía del empleado cíe la droguería y cuando llegaba, al atardeceder, para sacarla de paseo, ella lo despa­chaba. Su cerebro trabajaba con una intensa ac­tividad; volvía a casa fatigada de permanecer largas horas detrás del mostrador y se metía en la cama, pero no podía conciliar el sueño. Per­manecía con los ojos muy abiertos, queriendo penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba dentro del cuarto como un niño que se despierta después de muchas horas de sueño. En lo más profundo de su ser había algo que no se dejaba engañar con fantasías y que exigía a la vida una respuesta bien definida.
      Alice cogió una almohada entre sus brazos y la apretó fuertemente contra sus senos. Se echó fuera de la cama y arregló la manta de manera que, en la oscuridad, abultaba como si hubiese alguien entre las sábanas; se arrodilló junto al lecho y acarició aquel bulto, susurrando una v otra vez como una cantilena: «¿ Por qué no ocurre algo de improviso? ¿ Por qué me dejan sola?» Aunque algunas veces se acordaba de Ned Currie, lo cierto es que no contaba ya con él. Sus deseos se habían hecho imprecisos. No suspiraba por Ned Currie ni por ningún otro hombre determinado. Quería ser amada, que hubiese algo que hiciese; eco a la llamada que surgía de su interior cada vez con mayor fuerza.
      Así las cosas, tuvo Alice una aventura; fue en una noche de lluvia, y aquella aventura la llenó de terror y confusión. Había regresado de la tien­da a las nueve y no estaba nadie en casa. Bush Milton andaba por el pueblo y su madre había ido a casa de una vecina. Alice subió a su cuarto y se desvistió a oscuras. Permaneció un momen­to junto a la ventana, escuchando el ruido de las gotas que golpeaban los cristales, y de pronto se apoderó de ella un extraño deseo. Sin detenerse a pensar en lo que iba a hacer, echó a correr es­caleras abajo por la casa en tinieblas y se zam­bulló en la lluvia que caía. Mientras permanecía de pie en el pequeño espacio sembrado de yerba que había frente a su casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia, se adueñó por completo de ella un deseo loco de echar a correr desnuda por las calles.
      Se imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un influjo creador y maravilloso. Hacía muchos años que no se había sentido tan llena de juven­tud y de energía. Sentía impulsos de saltar y de correr, de gritar, de topar con algún ser humano solitario y abrazarse a él. Por la acera enladrilla­da se oyeron las torpes pisadas de un hombre que iba camino de su casa. Alice echó a correr. Poseíala un capricho salvaje y desesperado. «¡Qué me importa quién sea! Está solo, y yo me llega­ré a él —pensó—; y sin detenerse a reflexionar en las posibles consecuencias de su locura, lo llamó cariñosamente de este modo: ¡Espera! No marches. Seas quien seas, tienes que esperar.»
      El hombre que pasaba por la acera se detuvo v se quedó escuchando. Era viejo y algo sordo. Se llevó la mano a la boca para dar más resonan­cia a sus palabras y gritó con toda su fuerza: «¿Cómo? ¿Qué dice?»
      Alice se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada quedó, pensando en lo que había hecho, que cuando el hombre siguió su camino ella no tuvo valor para ponerse en pie, sino que se diri­gió hasta su casa gateando sobre la yerba. Cuan­do llegó a su cuarto, se cerró por dentro y arrimó la mesa de tocador a la puerta. Su cuerpo tirita­ba como si hubiese cogido frío; y era tal el tem­blor de sus manos que no podía ponerse el ca­misón. Se metió en la cama, hundió su rostro en la almohada y sollozó desconsoladamente. «¿Qué es lo que me pasa? Si no tomo precaucio­nes, un día haré algún disparate horrible», pensa­ba. Se volvió de cara a la pared y procuró armarse ele valor para hacerse a la idea de que son mu­chas las personas que se ven obligadas a vivir y morir solitarias, aun en Winesburgo.

viernes, 9 de agosto de 2013

Una mujer poco frecuente - William Samson

Había una vez un joven que estaba de visita en Roma.
Era su primera visita; venía del campo, pero por un lado no era tan joven ni por otro tan simple como para imaginar que una hermosa y gran capital pudiera albergar promesas más bellas que cualquier otra parte. Ya sabía que la vida era en gran medida ilusiones, que, aunque ocurrieran cosas maravillosas, muchos desengaños vendrían compensarlas; también sabía que la vida podía ofrecer algo peor aún: la posibilidad de que no ocurriera absolutamente nada. Y esto último siempre era mucho más probable en una gran ciudad concentrada en sus propios asuntos.
Pensando en eso, se detuvo en las escalinatas de la Piazza di Spagna e inspeccionó el magnífico panorama que se desplegaba ante sus ojos. Escuchó el envolvente zumbido del tránsito y observó cómo se encendían las luces contra el dorado atardecer de Roma. Los automóviles se desplazaban con sigilo cerca de las fuentes y tomaban, imperiosos, la luminosa Via Condotti; los rojos carteles de neón apuñalaban las sombras con invitaciones; las ventanas amarillas de los ómnibus estaban atestadas de rostros concentrados en ir hacia algún lugar: todos en la ciudad parecían tener un plan para aquella noche. Él era el único sin nada que hacer.
Se sintió la única persona completamente sola en la ciudad. Pero buscar aventuras no es la mejor manera de atraerlas, más bien las ahuyenta. Semejante estado de ánimo no promete nada. De modo que el joven subió los escalones, dejó atrás la encantadora iglesia y siguió subiendo la cuesta adoquinada rumbo a su hotel. En los bares y restaurantes de esas calles angostas había cada vez más bullicio. Pero en las anchas veredas de la Vittorio Veneto, bajo las hileras de árboles que conducían a la Villa Borghese, la alta sociedad romana debía de estar llenando los cafés más elegantes de Europa para disfrutar del crepúsculo con un aperitivo. ¡Eso sería lo más solitario del mundo! Por eso el joven prefirió las calles más tranquilas, más antiguas, para el solitario regreso a su habitación.
En una de esas calles, un callejón sin veredas entre viejas casas amarillas, una de esas calles que en Roma de golpe pueden abrirse a una piazza secreta con su fuente y su iglesia barroca, un rincón grave y preciado, advirtió que estaba solo, salvo por una figura femenina que bajaba la cuesta en su dirección.
A medida que la mujer se acercaba, vio que vestía con elegancia, que en su porte ardía un suave fuego latino, que su andar inspiraba respeto. Un velo le cubría la cara, pero era imposible imaginar que no fuera hermosa. Solo con ella, pasando tan cerca de ella, ella, que simbolizaba la aventura que la noche romana le había negado, lo sobrecogió una melancolía aún más grande. Se sentía miserable como una alcantarilla, pequeño, hundido, digno de lástima. Encorvó los hombros y bajó la vista, pero no sin antes lanzar una mirada furtiva hacia los ojos de la mujer.
Lo que vio lo impactó tanto que se detuvo; se quedó mirándola, impresionado. No, no se había equivocado. La mujer estaba sonriendo. Además, ella también había titubeado. Lo primero que pensó fue: “¿Será una puta?”. Pero no, no tenía esa clase de sonrisa, aunque la de ella tampoco carecía de afecto. Y entonces, para su asombro, la mujer habló:
—Yo… Yo sé que no debería pedírselo, pero es una noche tan hermosa, y tal vez usted está solo, tan solo como yo…
Era muy bella. Lo había dejado sin habla. Pero su creciente euforia lo hacía sonreír. Ella continuó, vacilante todavía, sin dar ninguna impresión de que estuviera buscando un cliente.
—Pensaba que… quizás… podríamos dar un paseo, tomar algo…
Por fin, el joven juntó coraje.
—Nada en el mundo me gustaría más. Y la Via Veneto está solo a un minuto de aquí.
Ella volvió a sonreír.
—Mi casa está cerca…
Caminaron en silencio unos pocos pasos por esa misma calle, hasta un callejón por el que la joven ya había pasado. Ella se lo indicó con un gesto. Caminaron por allí hasta donde las primeras casas humildes desembocaban en una especie de recoveco. Se toparon con el muro de un jardín, y detrás del muro vieron una inmensa y elegante mansión. La mujer, cuya cara estaba tocada por un raro y débil resplandor –producto de la transparente palidez de su piel fina, de sus ojos grises pero brillantes, de las cejas oscuras y del cabello reluciente– introdujo la llave en la puerta del jardín.
Un sirviente de librea de terciopelo salió a recibirlos. En un salón grande y suntuoso, bajo arañas de cristal fino, y frente a un jardín de césped húmedo en el que jugaba el agua, se les sirvió un vino espumante. Hablaron. El vino –helado en la cálida noche romana– los llenó de júbilo. Pero, de vez en cuando, el joven miraba a la mujer con curiosidad.
Con sus miradas, con as sutiles inflexiones de sus dientes y de sus ojos, ella estaba induciendo una intimidad que sugería mucho. Él sintió que debía tener cuidado. Después pensó que quizá lo mejor sería darle las gracias para evitar cualquier compromiso en ciernes. Pero ella lo interrumpió, primero con una sonrisa, después con una mirada un poco triste. Le suplicó que se ahorrara las preocupaciones; ella sabía que aquello era raro, que dada la situación él podría sospechar segundas intenciones; pero la simple verdad era que se sentía sola y –esto con cierta deferencia– que quizás algo en él, quizás ese momento del ocaso en la calle, le había resultado ineludiblemente atractivo. No había podido contenerse. La posibilidad de un encuentro perfecto –un sueño que años de desilusión no habían podido matar del todo– lo decidió. Ya no podía controlar su euforia. Le creyó. Y de allí en más las perfecciones se multiplicaron.
Ella lo invitó a cenar. Los sirvientes trajeron platos exquisitos: mariscos, carne de ave, frutos. Y después se sentaron en un sofá cerca del jardín, donde estaba fresco. Llegaron los licores. Los sirvientes se retiraron. En la casa reinaba la calma. Se abrazaron. Poco después, sin decir nada, ella lo tomó del brazo y lo guió fuera del salón. ¡Qué silencio tan profundo había caído entre ellos! El corazón del joven latía desbocado… Ella podría oírlo retumbar en el vestíbulo cuyo piso de mármol estaban atravesando, pensó el joven, su propio brazo podría trasmitírselo. Pero la excitación nacía ahora de la certeza. Certeza de que en un momento como ese, en una noche tan encantadora, nada podía salir mal. No había necesidad de hablar. Subieron juntos la escalera imponente.
En el dormitorio, a la imagen de ella enmarcada por las cortinas de la cama y tenuemente desnuda bajo la combinación de seda, él le confesó su amor: un amor que sería eterno, que sería siempre perfecto, tan fabuloso como aquel maravilloso encuentro.
Con dulzura, ella le declaró un amor recíproco. Nunca habría ningún problema, nada se interpondría entre ellos. Y con delicadeza abrió las cobijas para dejarlo entrar.
Pero cuando por fin yacía acostado junto a ella, cuando sus labios estaban a punto de rozar los labios de su amada, él vaciló.
Algo estaba mal. Se percibía que algo andaba mal. Prestó atención, sintió y descubrió que la culpa era toda suya. Las lámparas de la mesa de noche tenían pantallas, pantallas opacas, pero él había cometido el descuido de dejar encendida la brillante araña eléctrica que pendía del cielorraso. Recordó que el interruptor estaba junto a la puerta. Durante una fracción de segundo, él vaciló. Ella abrió los ojos, lo vio mirar la araña, comprendió.
Sus ojos destellaron. Murmuró:
—Amado mío, no te preocupes, no te muevas…
Y extendió la mano. Su mano se alargó, su brazo se volvió cada vez más largo, atravesó las cortinas de la cama y cruzó la larga alfombra –un brazo enorme que proyectaba su enorme sombra sobre la habitación– hasta que por fin sus dedos gigantes llegaron a la puerta. Con un clic definitivo, apagó la luz.