miércoles, 30 de abril de 2014

Mi oficio - Natalia Ginzburg

Mi oficio es escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho tiempo. Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me siento extraordinariamente a gusto y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos. Si hago cualquier cosa, si estudio una lengua extranjera, si intento aprender historia, o geografía, o taquigrafía, o si pruebo a hablar en público, o a hacer punto, o a viajar, sufro y me pregunto continuamente cómo hacen los otros estas mismas cosas, me parece siempre que debe haber una forma buena de hacer estas mismas cosas que los demás conocen y es desconocida para mí. Y me parece que soy sorda y ciega, y siento como una náusea en el fondo de mí. Cuando escribo, por el contrario, no pienso nunca que quizá hay una forma mejor de la que se sirven los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para un periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo que buscar fatigosamente como fuera de mí. Puedo hacerlo un poco mejor que estudiar una lengua extranjera o hablar en público, pero sólo un poco mejor. Y tengo siempre la sensación de estafar al prójimo con palabras que tomo prestadas o que robo aquí y allá. Y sufro y me siento exiliada. Por el contrario, cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, por caminos que conoce desde la infancia y entre los muros y los árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que muera. Estoy muy contenta de este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo. Comprendí que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez años aún dudaba, y un poco imaginaba que podría pintar, otro poco que conquistaría países a caballo y otro poco aún que inventaría nuevas máquinas muy importantes. Pero desde los diez años lo he sabido ya siempre, y estaba atareada a todas horas haciendo novelas y poesías. Todavía tengo aquellas poesías. Las primeras son toscas y con versos equivocados, pero bastante divertidas; y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo iba haciendo poesías cada vez menos toscas, pero cada vez más aburridas y estúpidas. Yo no lo sabía, sin embargo, y me avergonzaba de las poesías torpes, pero las que no eran tan torpes e idiotas me parecían más bonitas, siempre pensaba que un día u otro algún famoso poeta las descubriría y haría que las publicaran, y que escribiría largos artículos sobre mí; imaginaba palabras y frases de estos artículos y, en mi interior, los escribía yo enteros. Pensaba que ganaría el Premio Fracchia. Había oído decir que era un premio para escritores. Como no podía publicar en volumen mis poesías, dado que no conocía entonces a ningún poeta famoso, las volvía a copiar cuidadosamente en un cuaderno y dibujaba una florecita en la portada, y hacía el índice y todo. Me resultaba ya muy fácil escribir poesías. Escribía casi una al día. Me había dado cuenta de que si no tenía ganas de escribir bastaba que leyera poesías de Pascoli, o de Gozzano, o de Corazzini, para que inmediatamente me entraran ganas. Me salían pascolianas, gozzanianas o corazzinianas, y luego, al final, muy dannunzianas, cuando descubrí que existía también este poeta. No obstante, no pensaba nunca que escribiría poesías toda la vida: quería escribir novelas más pronto o más tarde. En aquellos años escribí tres o cuatro. Una se titulaba Märion o La Gitanilla, otra Molly y Dolly (humorística y policíaca) y otra Una mujer (dannunziana, escrita en segunda persona: la historia de una mujer abandonada por el marido; me acuerdo de que había también una cocinera negra), y, más tarde, otra muy larga y complicada con historias terribles de muchachas raptadas y de carrozas, que me daba miedo hasta de escribirlo cuando estaba sola en casa: no recuerdo nada, sólo recuerdo que había una frase que me gustaba muchísimo y que hizo que se me saltaran las lágrimas al escribirla: «Él dijo: ¡Ah! ¡Isabel se va!». El capítulo terminaba con esta frase, que era muy importante, pues la pronunciaba el hombre que estaba enamorado de Isabel, pero que no lo sabía, pues todavía no se lo había confesado a sí mismo. No recuerdo nada de este hombre, me parece que tenía una barba rubia: Isabel tenía largos cabellos negros con reflejos azules, no sé nada más; sólo sé que durante mucho tiempo me daba un escalofrío de alegría cuando repetía para mí la frase: «¡Ah! ¡Isabel se va!» También repetía a menudo una frase que había encontrado en una novela del apéndice del diario «Stampa», frase que decía así: «Asesino de Gilonne, ¿dónde has metido a mi hijo?». Pero de mis novelas no me sentía tan segura como de mis poesías. Al releerlas descubría en ellas siempre un aspecto débil, algo equivocado que lo estropeaba todo y que me era imposible modificar. Entre tanto, mezclaba un poco lo moderno y lo antiguo, sin lograr situarlas bien en el tiempo: había conventos y carrozas, y un aire de Revolución francesa, y también un poco de policías con porras; y, de pronto, aparecía una pequeña burguesía gris con máquinas de coser y gatos, como se ve en los libros de Carola Prosperi, que no pegaba con las carrozas y los conventos. Vacilaba entre Carola Prosperi y Víctor Hugo y las historias de Nick Carter: no sabía muy bien lo que quería hacer. Me gustaba muchísimo también Annie Vivanti. Hay una frase en los Devoradores, cuando ella escribe al desconocido y le dice: «Mi vestido es marrón». También ésta es una frase que he repetido mucho tiempo para mí. Durante el día murmuraba para mí estas frases que me gustaban tanto: «Asesino de Gilonne», «Isabel se va», «mi vestido es marrón», y me sentía inmensamente feliz.
Escribir poesías era fácil. Mis poesías me gustaban mucho, me parecían casi perfectas. No comprendía qué diferencia había entre ellas y las poesías verdaderas, ya publicadas, de los verdaderos poetas. No comprendía por qué cuando se las daba a leer a mis hermanos, soltaban la carcajada y me decían que sería mejor que me pusiera a estudiar griego. Pensaba que quizá mis hermanos no entendían nada de poesía. Y, mientras, tenía que ir a la escuela, y estudiar griego, latín, matemáticas, historia, y sufría mucho y me sentía en exilio. Me pasaba los días escribiendo mis poesías y copiándolas en los cuadernos, y no estudiaba las lecciones, y entonces ponía el despertador a las cinco de la mañana. El despertador sonaba, pero yo no me despertaba. Me despertaba a las siete, cuando ya no tenía tiempo para estudiar y tenía que vestirme para ir a la escuela. No estaba contenta, tenía siempre un miedo tremendo y una sensación de desorden y de culpa. Estudiaba en la escuela: la historia, en la hora del latín; el griego, en la hora de historia, y así siempre, de modo que no aprendía nada. Durante bastante tiempo pensé que valía la pena, porque mis poesías eran muy bonitas, pero un buen día me entró la duda de que no fueran tan bonitas, y empecé a aburrirme al escribirlas, a buscar los temas con esfuerzo, y me parecía que había acabado ya todos los temas posibles, que había usado ya todas las palabras y las rimas: esperanza-lontananza, pensamiento-viento, misterio-cementerio, añoranza-esperanza. No encontraba ya nada que decir. Entonces comenzó un período muy malo para mí, y me pasaba las tardes manoseando palabras que no me daban ya ningún placer, con una sensación de culpa y de vergüenza respecto a la escuela; jamás me pasaba por la cabeza que me hubiera equivocado de oficio: escribir, quería escribir, sólo que no comprendía por qué de pronto los días se me habían hecho tan áridos y pobres de palabras.
La primera cosa seria que escribí fue un relato. Un relato breve, de cinco o seis páginas: me salió como por milagro, en una noche, y cuando me fui a dormir estaba cansada, aturdida, estupefacta. Tenía la impresión de que era algo serio, lo primero que había hecho hasta entonces: las poesías y las novelas con muchachas y carrozas me parecían de repente muy lejanas, de una época desaparecida para siempre, criaturas ingenuas y ridículas de otra edad. En este nuevo relato había personajes. Isabel y el hombre con la barba rubia no eran personajes: yo no sabía nada de ellos salvo las frases y palabras de que yo me había servido respecto a ellos, y estaban confiados al azar y al capricho de mi voluntad. Las palabras y las frases de que me había servido, con ellos las había cogido casualmente: era como si hubiese tenido un saco y hubiera sacado de él, ahora una barba, luego una cocinera negra o cualquier otra cosa que se pudiera usar. Esta vez, por el contrario, no había sido un juego. Esta vez había inventado personas con nombres que no me habría sido posible cambiar: nada de ellos habría podido cambiar, y sabía una cantidad de detalles suyos, sabía cómo había sido su vida hasta el día de mi relato, aunque en mi relato no había hablado de ella porque no había sido necesario. Y lo sabía todo sobre la casa, sobre el puente, sobre la luna, sobre el río. Tenía diecisiete años entonces, y me habían suspendido en latín, en griego y en matemáticas. Había llorado mucho al saberlo. Pero ahora que había escrito el cuento, sentía un poco menos de vergüenza. Era verano, una noche de verano. La ventana estaba abierta al jardín y volaban mariposas oscuras en torno a la lámpara. Había escrito mi cuento en papel cuadriculado, y me había sentido más feliz que nunca en toda mi vida y rica de pensamientos y de palabras. El hombre se llamaba Maurizio; la mujer, Anna; y el niño se llamaba Villi, y también estaban el puente, la luna y el río. Estas cosas existían en mí. Y el hombre y la mujer no eran ni buenos ni malos, sino cómicos y un poco miserables, y me parecía entonces descubrir que así debía ser siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez. Aquel cuento me parecía bello lo mirara por donde lo mirara: no había ningún error, todo sucedía a su tiempo, en el momento oportuno. Me parecía ya que podría escribir millones de cuentos.
Y, verdaderamente, he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno o dos meses, alguno bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin molestarse apenas. No se puede salir del paso como si tal cosa. Uno, cuando escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; y si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o muy infeliz por alguna razón, digamos terrestre, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si lo que escribe vale y es digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece en él. No puede esperar conservar intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede así, entonces es señal de que su página no vale nada.
He escrito, pues, breves cuentos durante un cierto período, un período que ha durado aproximadamente seis años. Como había descubierto que existían los personajes, me parecía que tener un personaje bastaba para hacer un cuento. Así, siempre estaba a la caza de personajes, estudiaba a la gente en el tranvía y por la calle, y cuando encontraba una cara que me parecía apropiada para entrar en un cuento, tejía en torno a ella particularidades morales y una pequeña historia. Estaba a la caza también de detalles del vestir y del aspecto de las personas, o de los interiores de las casas, o de los lugares; si entraba en una habitación por primera vez, me esforzaba por describirla mentalmente y me esforzaba por encontrar algún menudo detalle que fuera bien en un cuento. Tenía un cuadernito en el que escribía ciertos detalles que había descubierto o leves comparaciones o episodios que me prometía poner en los cuentos. En el cuadernito, por ejemplo, escribía: «Él salía del baño arrastrando detrás, como una larga cola, el cordón del albornoz»; «¡Cómo apesta el retrete en esta casa! ―le dijo la niña―. Cuando vengo, nunca respiro ―añadió tristemente»; «Sus rizos como racimos de uvas»; «Mantas rojas y negras sobre la cama deshecha»; «Cara pálida como una patata pelada». Sin embargo, he descubierto que difícilmente estas frases me servían cuando escribía un cuento. El cuadernito se convertía en una especie de museo de frases, todas cristalizadas y embalsamadas, muy difícilmente utilizables. He tratado infinitas veces de meter en algún cuento las mantas rojas y negras o los rizos como racimos de uvas, pero no lo he logrado. El cuadernito, pues, no podía servir. Comprendí, entonces, que en este oficio no existe el ahorro. Si uno piensa: «Este detalle es bonito y no quiero estropearlo en el cuento que estoy escribiendo ahora: aquí ya hay muchas cosas buenas; me lo guardaré para otro cuento que voy a escribir», entonces, ese detalle, se cristaliza en su interior y ya lo puede utilizar. Cuando uno escribe un cuento, debe poner en él lo mejor de lo que posee y de lo que ha visto, lo mejor de todo lo que ha recogido en su vida. Y los detalles se gastan, se deterioran si se llevan con uno sin utilizarlos durante mucho tiempo. No sólo los detalles, sino todo, todos los hallazgos y las ideas. En la época en que escribía mis cuentos breves, con la afición a los personajes bien captados y a los detalles minuciosos, en aquella época vi pasar una vez por la calle un carro que llevaba un espejo, un gran espejo con marco dorado. Se reflejaba en él el cielo verde del atardecer, y yo me paré a mirarlo mientras pasaba, con una gran felicidad y la sensación de que ocurría algo importante. Me sentía muy feliz incluso antes de ver el espejo, y de pronto me pareció que pasaba la imagen de mi propia felicidad, el espejo verde y brillante en su marco dorado. Durante mucho tiempo pensé que lo metería en cualquier cuento, durante mucho tiempo recordar el carro con el espejo encima despertaba en mí ganas de escribir. Pero jamás he logrado meterlo en nada y, en cierto momento, me di cuenta de que había muerto dentro de mí. Y, sin embargo, ha sido muy importante. Porque en la época en que escribía mis cuentos breves me detenía siempre en personas y cosas grises y tristes, buscaba una realidad despreciable y sin gloria. En ese gusto que entonces tenía de rebuscar menudos detalles había una malignidad por parte mía, un interés ávido y mezquino por las cosas pequeñas, pequeñas como pulgas, había una obstinada y chismosa búsqueda de pulgas por parte mía. El espejo sobre el carro me pareció que me ofrecía nuevas posibilidades, quizá la facultad de mirar una realidad más gloriosa y brillante, una realidad más feliz, que no exigía minuciosas descripciones y hallazgos astutos, sino que podía realizarse en una imagen resplandeciente y feliz.
En esos breves cuentos que escribía entonces había personajes a los que, en el fondo, yo despreciaba. Como había descubierto que es bonito que un personaje sea miserable y cómico, a fuerza de comicidad y de conmiseración los convertía en seres tan despreciables y carentes de gloria que ni siquiera yo podía amarlos. Aquellos personajes míos tenían siempre tics o manías o una deformidad física o un vicio un poco grotesco, tenían un brazo roto y colgado del cuello en un vendaje negro, o tenían orzuelos, o eran balbucientes, o se rascaban el culo al hablar, o cojeaban un poco. Siempre necesitaba caracterizarlos de alguna forma. Era para mí un medio de salvarme del temor de que resultaran inciertos, un medio de captar su humanidad, de la que, inconscientemente, dudaba. Porque entonces no comprendía ―pero en la época del espejo sobre el carro empezaba a comprenderlo confusamente― que no se trataba de personajes, sino de marionetas, bastante bien pintadas y parecidas a los hombres de verdad, pero marionetas. Al inventarlos, los caracterizaba inmediatamente, los marcaba con un detalle grotesco, y en esto había algo un tanto malvado, había en mí entonces como un resentimiento maligno respecto a la realidad. No era un resentimiento basado en algo vivo, porque yo era entonces una muchacha feliz, sino que nacía como reacción a la ingenuidad, se trataba de ese particular resentimiento que es la defensa de la persona ingenua, siempre inclinada a creer que le toman el pelo, ese resentimiento del campesino que acaba de llegar a la ciudad y ve ladrones por todas partes. Al principio me sentía orgullosa de él, porque me parecía un gran triunfo de la ironía sobre la ingenuidad y sobre esos abandonos patéticos de la adolescencia que tanto se veían en mis poesías. La ironía y la perversidad me parecían armas muy importantes en mis manos; me parecía que me servían para escribir como un hombre, tenía horror de que se comprendiera que era una mujer por las cosas que escribía. Creaba siempre personajes masculinos, para que estuvieran lo más lejanos y separados de mí que fuera posible.
Había llegado a ser bastante hábil en plantear un cuento, en eliminar de él todas las cosas inútiles, en hacer que los detalles y las conversaciones surgieran en el momento más oportuno. Hacía cuentos secos y lúcidos, bien llevados hasta el final, sin hinchar nada, sin errores de tono. Pero ocurrió que, en un cierto momento, me sentí harta. Las caras de las personas por la calle no me decían ya nada interesante. Unos tenían orzuelos, otros llevaban el sombrero echado hacia atrás, otros llevaban una bufanda en lugar de camisa, pero ya no me importaba nada de todo esto. Estaba harta de mirar a las cosas y a la gente y de describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras para describirlo, no tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía ya nada. Probaba a recordar el espejo, pero hasta esto estaba muerto en mí. Llevaba dentro de mí una carga de cosas embalsamadas, de rostros mudos y palabras de ceniza, de países y voces y gestos que no vibraban, que pesaban, muertos, sobre mi corazón. Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme sólo de los niños. Creía que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de arroz, de la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si hacía o no hacía viento para llevar a los niños de paseo. Los niños me parecían demasiado importantes para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que esperar a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que tenía entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a dominar. Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía. Todavía preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en las cosas que iba a escribir. Vivíamos entonces en un pueblo muy bonito, en el sur. Recordaba las calles de mi ciudad, y las colinas, aquellas calles y aquellas colinas se unían a las calles y a las colinas y a los campos del pueblo donde estábamos, y de todo ello nacía una naturaleza nueva, algo que yo podía amar de nuevo. Tenía nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y comprendía su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y amaba también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis ventanas, y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi ciudad, de los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder alegremente en mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato largo, el más largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de nuevo como quien no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no escribía, y las palabras estaban como lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno de sabor y de olor. Escribía por la tarde, cuando mis hijos estaban de paseo con una muchacha del pueblo; escribía con avidez y con alegría, y era un otoño bellísimo y yo me sentía cada día igualmente feliz. En el relato metía algunas personas inventadas y otras reales, del pueblo; y me salían ciertas palabras que allí decían siempre y que yo no sabía antes, ciertas imprecaciones y ciertos modos de decir: y estas nuevas palabras crecían y fermentaban y daban vida también a todas las demás viejas palabras. El personaje principal era una mujer, pero muy, muy diferente de mí. No deseaba ya tanto escribir como un hombre, pues había tenido niños, y me parecía que sabía muchas cosas sobre el jugo de tomate, y también que aunque no las pusiera en el relato, era útil de todas formas para mi oficio el que yo las supiera: de un modo misterioso y remoto hasta esto era útil para mi oficio. Me parecía que las mujeres sabían sobre sus hijos cosas que un hombre no puede saber jamás. Escribía mi relato muy deprisa, como con miedo a que se me escapase. Yo lo llamaba novela, pero quizá no era una novela. Por lo demás, hasta ahora siempre he escrito deprisa y cosas más bien breves: y creo que he llegado a comprender por qué. Porque tengo hermanos mucho mayores que yo y cuando era pequeña, si hablaba en la mesa, siempre me decían que me callara. De esta forma me había acostumbrado a decir siempre las cosas a toda prisa, precipitadamente y con el menor número posible de palabras, siempre con el temor de que los otros empezaran de nuevo a hablar entre sí y dejaran de escucharme. Puede que parezca una explicación un poco estúpida, pero seguramente ha sido así.
He dicho que, entonces, cuando escribía lo que yo llamaba una novela, era una época muy feliz para mí. No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad, la traición, la soledad, la muerte. Nada se había derrumbado en mi vida, a no ser cosas fútiles, nada caro a mi corazón me había sido arrancado. Había sufrido sólo las ociosas melancolías de la adolescencia y la contrariedad de no saber cómo escribir. Era feliz entonces de un modo pleno y tranquilo, sin miedo y sin ansia, y con una total confianza en la estabilidad y en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la helada luz de las cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y satisfecha y los fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un juicio burlón y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan con fuerza en nosotros. Con facilidad logramos hacer personajes, muchos personajes, fundamentalmente diversos de nosotros, y logramos hacer historias sólidamente construidas y como secadas a una luz clara y fría. Lo que nos falta entonces, cuando somos felices con esa especial felicidad sin lágrimas, sin ansia y sin miedo, lo que nos falta entonces es una relación íntima y afectuosa con nuestros personajes, con los lugares y las cosas que contamos. Lo que nos falta es la caridad. Aparentemente, somos mucho más generosos, en el sentido de que encontramos siempre la fuerza para interesarnos por los demás, para prodigar a los demás nuestros cuidados, no nos ocupamos tanto de nosotros mismos porque no tenemos necesidad de nada. Pero ese interés nuestro por los otros tan carente de afectuosidad no capta sino unos pocos aspectos bastante exteriores de su persona. El mundo tiene una sola dimensión para nosotros, está privada de secretos y de sombras, el dolor que nos es desconocido logramos adivinarlo y crearlo en virtud de la fuerza fantástica de que estamos animados, pero lo vemos siempre bajo esa luz estéril y fría de las cosas que no nos pertenecen, que no tienen raíces dentro de nosotros.
Nuestra personal felicidad o infelicidad, nuestra condición terrestre, tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. He dicho antes que uno, en el momento en que escribe, es empujado milagrosamente a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Es así, en efecto. Pero el ser felices o infelices nos lleva a escribir de una u otra forma. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria. El sufrimiento hace a la fantasía débil y perezosa; funciona, pero desganadamente y con languidez, con los débiles movimientos de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros dolientes y febriles; nos es difícil apartar la mirada de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos llenan. En las cosas que escribimos afloran entonces continuamente recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no logramos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que entonces inventamos, que nuestra fantasía languideciente logra a pesar de todo inventar, nace una relación especial, afectuosa y casi maternal, una relación cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y sofocante. Tenemos raíces profundas y dolientes en todos los seres y en todas las cosas del mundo, del mundo, que se ha vuelto lleno de ecos y de sobresaltos y de sombras, y nos liga a ellas una devota y apasionada compasión. Nuestro riesgo, entonces, es naufragar en un oscuro lago de agua muerta y estancada y arrastrar con nosotros a las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratones muertos y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
Pero, cuidado: no es que uno pueda esperar consuelo de su tristeza escribiendo. Uno puede hacerse ilusiones de que el propio oficio le acaricie y le acune. Ha habido en mi vida interminables domingos desolados y vacíos, en los que deseaba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y del aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no ha habido medio de que me saliera una sola línea. Mi oficio, entonces, siempre me ha rechazado, no ha querido saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de darnos de latigazos hasta que nos salga sangre, un amo que grita y nos condena. Nosotros tenemos que tragarnos saliva y lágrimas, y apretar los dientes, y limpiarnos la sangre de nuestras heridas, y servirle. Servirle cuando él nos lo pide. Entonces, nos ayuda también a mantenernos de pie, a mantener los pies bien firmes en la tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre. Pero quiere ser él el que mande, y se niega siempre a oírnos cuando le necesitamos.
Me ha sucedido conocer bien el dolor después de aquella época en que estaba en el sur, un dolor auténtico, irremediable, incurable, que ha destrozado toda mi vida, y cuando he probado a recomponerla de algún modo, he visto que mi vida y yo nos habíamos convertido en algo irreconocible respecto al tiempo anterior. Lo único que no había cambiado era mi oficio, pero es profundamente falso decir que él no había cambiado: los instrumentos seguían siendo los mismos, pero el modo en que los usaba era otro. Al principio lo detestaba, me producía horror, pero sabía muy bien que acabaría por volver a servirle y que me salvaría. Así, he llegado a pensar a veces que, al fin y al cabo, no he sido tan desgraciada en mi vida, y soy injusta cuando acuso al destino y le niego toda benevolencia para conmigo, pues me ha dado tres hijos y mi oficio. Por lo demás, no podría ni siquiera imaginar mi vida sin este oficio. Ha estado siempre ahí, ni por un momento me ha dejado jamás, y cuando lo creía dormido, su mirada vigilante y brillante seguía puesta en mí.

Así es mi oficio. Dinero, ya veis que no produce mucho; más aún, siempre hace falta trabajar al mismo tiempo en otro oficio para vivir. A veces también produce un poco, y obtener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, es como recibir dinero y regalos de manos del ser amado. Así es mi oficio. Ya he dicho que no sé mucho sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o, mejor, de los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto, desde luego. Cuando escribo algo, en general pienso que es muy importante y que yo soy un gran escritor. Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi espíritu en el que sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño, pequeño escritor. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. Sólo que no quiero pensar en nombres: he comprobado que si me pregunto: «un pequeño escritor, ¿como quién?», me entristece pensar en nombres de otros pequeños escritores. Prefiero creer que ninguno ha sido jamás como yo, por muy pequeño escritor que yo sea, aunque sea una pulga o un mosquito entre los escritores. Lo que es importante, sin embargo, es tener la convicción de que es precisamente un oficio, una profesión, algo que se hará por toda la vida. Pero, como oficio, no es una broma. Hay en él innumerables peligros además de los que he dicho. Estamos continuamente amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de redactar nuestra página. Hay el peligro de ponerse de pronto a coquetear y a cantar. Yo tengo siempre unas ganas locas de ponerme a cantar, y debo mantenerme muy atenta para no hacerlo. Y hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar. Es un oficio bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que existe en el mundo. Los días y las cosas de nuestra vida, los días y las cosas de la vida de los demás a que nosotros asistimos, lecturas, imágenes, pensamientos y conversaciones: se alimenta de todo esto y crece en nuestro interior. Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su sangre afluyen lo mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de nosotros y crece en nosotros.

martes, 29 de abril de 2014

Historia de una novela


Rosa Montero para El país - 2006

Era una tarde de enero del 2004 y yo estaba escribiendo el segundo capítulo de mi novela Historia del Rey Transparente. Había tenido un buen día de trabajo y me encontraba en uno de esos momentos de entusiasmo que no son demasiado habituales en la redacción de un libro, porque escribir una novela es a menudo como picar piedras, una labor árida, tenaz y fatigosa. Pero esa tarde, ya digo, mi cabeza volaba sobre las palabras. La protagonista, Leola, una campesina de quince años, sierva de un señor feudal del siglo XII, acababa de quedarse sola y desamparada en un mundo devastado por las guerras. Para protegerse, había entrado, de noche, en un campo de batalla, y había rebuscado en el revoltijo de cadáveres, entre los caballos destripados y los guerreros yertos, hasta encontrar a un hombre de hierro de su tamaño. Entonces, aguantando las náuseas, se había puesto a pelarle a la luz de la luna, es decir, a despojarle de su armadura, con la intención de revestirse con ella y fingirse varón. Leola le iba desnudando poco a poco y yo iba nombrando cada pieza: el cinto, la sobreveste bordada, las manoplas, las botas de cuero y las brafoneras que cubrían sus piernas, la larga cota de malla y... Maldición, me atranqué. Mi protagonista había llegado a la cabeza y tenía que arrancarle esa especie de verdugo metálico con que los caballeros se protegían el cuello y el cráneo. Y el problema era que yo no sabía cómo se llamaba. No tenía ni idea de cómo nombrarlo.
Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia 16 y de La Aventura de la Historia, dos revistas a las que estoy suscripta desde hace años, habían salido un par de reportajes sobre armaduras medievales. Pero tengo muchísimos números, todos desordenados y repartidos caóticamente por la casa, de modo que revisarlos me podía llevar un tiempo enorme. Y, además, tampoco era seguro que viniera el nombre del verdugo.
Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar de La Aventura de la Historia, el correspondiente a enero del 2004, que acababa de llegarme y que había dejado junto a la cama para echarle un vistazo. Abstraída, abrí la revista por la mitad: y casi solté un grito. Allí, justo en la página que había abierto, venía un dibujo explicativo de la protección de la cabeza en las armaduras medievales, detallando todas y cada una de las partes, desde la cofia hasta el casco. Almófar. El maldito verdugo se llamaba almófar.
Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo sustrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de que La Aventura de la Historia publicara precisamente ese dibujo en el mes en que yo lo necesitaba, pero tampoco podemos aspirar a explicárnoslo todo en esta vida.
Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el Medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.
Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, ésa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.


Almudena Grandes: Modelos de Mujer (Ed. Tusquets)

Prólogo (fragmento)
Memorias de una niña gitana

            Los primeros diez años de mi infancia transcurrieron en un piso segundo, con un pasillo inmenso y muy poca luz, de un edificio bastante corriente –una mancha roja de ladrillo visto, apenas rota por las molduras blancas que dibujaban una ceja de yeso descascarillado sobre cada balcón, completando cuatro ojos por planta-, un ejemplar típico, casi vulgar, de las construcciones que, en el siglo pasado, imprimieron carácter, y hasta personalidad, al barrio de Madrid donde ha sucedido la mayor parte de los episodios de mi vida y de mis libros. La calle Churruca, corta y estrecha, nace en la plaza Barceló y va a morir, casi sin darse cuenta, en la calle Sagasti, al lado de la glorieta de Bilbao, que para mí siempre ha sido y será el verdadero centro  de la ciudad. Muy cerca de la esquina con Apodaca, sobre la oscura fachada de otra casa corriente, una placa pequeña, excesivamente discreta para la mirada del transeúnte que no ande buscándola, identifica el último domicilio del poeta Manuel Machado.
            -Pues era tan bueno como su hermano…-decía mi padre cada domingo, un instante antes de doblar la esquina, camino de la calle de Fuencarral y la casa de mi abuelo.
            Mi padre es poeta, y su padre también lo era, y por eso yo empecé muy pronto a fijarme en las placas de las calles y a aprenderme poemas de memoria, pero el motivo que se escondía tras nuestra obligada visita de los domingos, una cita de puntualidad inquebrantable, pertenecía al rango de los más prosaicos. Padre e hijo se reunían ante el televisor para contemplar juntos el partido de la liga de fútbol que la primera cadena retransmitiera aquella semana, sin fijarse mucho en la calidad de los equipos que iban a enfrentarse, en su clasificación, o en cualquier otro detalle que pudiera añadir o restar interés al espectáculo. Ellos veían el fútbol, simplemente. Y todos los demás teníamos que estar callados.
            La casa de mi abuelo –tan característica del paisaje de mi barrio como la de mis padres, pero mejor, más grande, casi señorial- podría haberse confundido con el escenario de muchas de las novelas madrileñas de Galdós. En la zona exterior, las habitaciones amplias, de altísimos techos, no desembocaban en pasillo alguno, sino que se abrían unas a otras para formar una pequeña red de espacio compartido –todos esos huecos ciegos que se designan airosamente como “gabinetes”- en la que era muy difícil imponer un silencio uniforme. Para lograrlo, las mujeres de mi familia, que pasaban el rato alrededor de una mesa camilla, cotilleando entre susurros, desterraban a los niños al comedor, y nos obligaban a entretenernos con la boca cerrada, unas cuartillas de papel y unos lápices de colores. En esas circunstancias comenzó mi carrera literaria.
            Ahora, cuando tengo la sensación de estar empezando a dominar algunos trucos de este oficio, podría confesar que el fútbol me hizo escritora, pero será más exacto –más sincero- declarar que empecé a escribir porque nunca he sabido dibujar. Mi hermano Manuel pintaba casas y cercas, chimeneas y animales, nubes y pájaros, niños y niñas montando a caballo. Yo intentaba imitarle, pero apenas obtenía las amorfas siluetas de algo vagamente parecido a una vaca con joroba sobre las cuatro patas de una mesa sin tablero. Y me aburría. Y me ponía tan pesada como cualquier niño que se aburre. Hasta que una tarde, alguien –mi madre, mi abuela, mi tía Charo, ya no lo recuerdo bien- me ofreció una solución que resultaría definitiva. Desde entonces, todos los domingos, invertía los noventa minutos del partido en escribir el cuento. Porque yo sólo tenía una historia que contar, yo escribía siempre el mismo cuento.
            Mi familia conserva todavía algunas versiones semanales de este relato, que siempre estaba escrito en tercera persona aunque hablaba de mí más, y más explícitamente, que ningún otro texto que haya llegado a escribir después. El argumento puede resumirse en media docena de frases. Una niña burguesa – éste era un detalle importante-, nacida en una casa auténtica –una casa “con tejado y paredes”, describía yo entonces-, era apenas un bebé cuando su niñera la sacaba a pasear en su cochecito e, inexplicablemente, la perdía en un parque. Cuando la caravana de un circo que abandonaba la ciudad pasaba a su lado, una joven gitana se apiadaba del bebé perdido y lo recogía para criarlo junto al resto de sus hijos. Pasaban los años y la niña criada en el circo crecía sin sospechar su verdadero origen, hasta que, diez o doce años después inexplicablemente, como antes la perdiera su niñera, en el mismo parque de entonces, volvía a extraviarse. Esta vez, una señora muy buena, muy rica y muy compasiva –que, por supuesto, era su verdadera madre- se apiadaba de ella y la llevaba a su casa, adoptándola como una hija más. Desde ese momento, la protagonista de mi cuento vivía sometida al tormento de escuchar que no era hija de su madre porque la habían recogido por caridad, y por eso sus hermanos la despreciaban: era una gitana. Hasta que, una mañana, mirándola con ojos de cariño auténtico, la madre comprendía que la niña gitana no podía ser sino su propia hija, perdida con tanto dolor, tantos años antes, y recobrada ahora sin advertirlo siquiera. Tal descubrimiento precipitaba la historia en un final tan feliz como abrupto. La protagonista se despedía del lector dando cortes de manga a diestro y siniestro, en dirección a cada uno de los habitantes de su casa.
            Los inocentes recodos de esta historia de ida y vuelta encierran el sentido de mi propio viaje hacia la escritura. Entre todas las imágenes que guardo de mi infancia, ninguna me conmueve tanto como la aplicación de esa niña muy gorda y muy morena, demasiado morena –nueve, diez, once años vividos bajo el gratuito terror de haber sido efectivamente recogida por caridad de unos gitanos-, mientras se afana en silencio sobre una gran mesa de comedor, quieta y sola en la tarea de ajustar cuentas con el mundo. Lo primero que escribí fue un cuento, y la pasión –entre el miedo y la duda, la justicia y el amor- me llevó la mano. Porque yo no quería ser la primera de la clase, no pretendía la admiración de mis familiares, no buscaba elogios, ni ventajas, ni recompensas. Yo sólo aspiraba a ser la verdadera hija de mi madre, a dormir tranquila por las noches, a enderezar el mundo, y mi destino con él, de una buena vez y para siempre. Desde entonces, escribo para vivir, y la pasión sigue llevándome la mano –con frecuencia, hasta más de lo que yo quisiera-, pero apenas he acabado una docena de cuentos en todos estos años.

(…)

La voz de la luna

Por Federico Fellini


         No se trata de la acostumbrada Rímini; tampoco de Reggiolo, que nada tiene que ver en esto. Las cosas están así: antes de comenzar un film siempre busco la manera de que la llamada “búsqueda de locaciones” resulte a la postre unas buenas vacaciones. Es un ritual del cine muy simpático. Se va uno en compañía del camarógrafo, del director auxiliar y de un representante del productor, sabiendo de antemano que, al menos en mi caso, reconstruiré todo en el set, sin tener que salir de Cinecittá. Entonces, ¿para qué sirve todo esto? Es algo muy agradable andar de pueblo en pueblo; entrar a las haciendas, a los hotelitos, a las pensiones; visitar las bellas ciudades italianas de la provincia. Nos dejan algo, una huella perdurable, la misma que aparece en la irrealidad de la reconstrucción en el set. De esos vagabundeos me queda siempre un tenaz remordimiento, porque estoy consciente de que el cine italiano –incluso, desde luego el mío- no ha hecho un relato de Italia. Por los films norteamericanos sabemos muchas cosas de Estados Unidos. Sobre nuestro país, nada. Sólo algunas cosas de Roma; una Nápoles que es un “nacimiento” manierista; una Sicilia de oleografía sangrienta. Pero toda la interminable provincia italiana. . .
        
Volviendo al film y a la novela de Cavazzoni, Il poema del lunatici, debo decir que el libro sólo fue el punto de partida, el pretexto, aunque después el desarrollo poco tuvo que ver con la premisa inicial. Esa lectura hizo resonar en mis adentros viejas atmósferas, añoranzas, veleidades, intenciones, personajes, situaciones cinematográficas que nunca he realizado y que yacen allí desde hace muchos años sepultadas en ciertas profundidades de las que aún siguen irradiando y haciéndose oír.
        
Entre las cosas iniciales se halla la fascinación del campo. Cuando yo era un muchachito, en el verano iba a pasar unos dos meses en Gamberttola, un pueblito que está cerca de Rímini. El campo fue para mí un descubrimiento extraordinario. Un escenario fabuloso, casi mágico: los animales, los árboles, los chubascos, las estaciones del año, las relaciones entre los campesinos y las bestias, el río, que era solamente un riachuelo, el Marecchia, incluso los delitos salvajes y brutales de los campesinos.
        
Aún vivía la abuela Fraschina, semejante a la abuela de las fábulas, con la cara totalmente arrugada y el cuerpo perdido bajo tantos trapos, vestida de negro. Nos castigaba con una vara verde muy flexible; nos daba leves varazos que nosotros recibíamos con gritos lastimeros.
        
Desde hacía mucho tiempo deseaba hacer un film acerca de esos recuerdos, sobre ese mundo que me sugería una historia entre pánica y mágica. Pero tampoco resultó lo que esperaba, porque el libro de Cavazzoni sacó a flote otra vieja idea mía a la que dediqué mucho tiempo en los lejanos cincuenta, para hacer un guión inspirado en un relato de Mario Tobino sobre sus experiencias de psiquiatra en el manicomio de Magliano. El libro que tanto me turbó se llama Le libere donne di Magliano. Trasladar a un film esa isla que se llamaba hospital psiquiátrico, totalmente amurallado para proteger a la locura, a los delirios y persecuciones. En fin, sólo tenía ganas de hacer algo que no se pareciera a las películas anteriores.
        
En este absoluto vacío narrativo de un principio me ha dado confianza, tal vez debería decir arrogancia, la experiencia de mi película precedente, Intervista. Con ese film me pareció comprender que no tenía necesidad de historias ni de ideas; que bastaba con estar sentado junto a la cámara de cine, en un lugar donde se podía encender una lamparita, rodeada de un grupo de rostros confiados y deseosos de partir, de viajar . . . En fin, empleando una frase periodística, Intervista es una película que se hizo por sí misma.
         (...)
         Con frecuencia hablo del circo, pero también el teatro forma parte de la mitología de mi infancia. El teatro como existencia, elección de vida. Los viajes en tren, el debut, la provincia, el restaurante, la compañía, los actores, las actrices, los baúles del vestuario, los camerinos, las rivalidades, los amores. Me miraba a mí mismo y pensaba que jamás podría ser ingeniero ni obispo, como lo hubiera querido mi pobre mamá. Veía a los actores y pensaba que me gustaría ser actor o, no sé...quizás pintor, cualquier cosa que fuera artistoide. Me gustaba, sobre todo, su modo de vestir, su informalidad, debida tal vez a su manera de vivir tan irregular; las mujeres, los amores excéntricos de que tanto se hablaba.
        
Y precisamente por haber contado con dos actores, Benigni y Villaggio, que encarnan el arquetipo de los actores cómicos trashumantes, he formado un trío que me permitió adentrarme con mayor seguridad en una película que se hizo día con día. Agradezco a Benigni y a Villaggio su completa espontaneidad, la confianza puesta en la intuición de un itinerario que partía de la oscuridad para dirigirse a la oscuridad.
        
Baste con decir que jamás contaron con ningún diálogo. Yo llegaba a las sesiones de maquillaje con trozos de papel garabateados la noche anterior. Realicé un hermoso viaje del brazo de Arlequín y de Brighella, tal vez, del brazo de Lucignolo y de Pinocho. Sin saber aún qué era esa película ordené la construcción –con un celo exagerado, de maestro de obras- de la plaza completa de un pueblo de la Italia centro-septentrional. Quería cancelar todas las referencias típicas, quería una construcción hecha de elementos muy obvios, muy vistos. Tengo la ilusión de haber hecho no un pueblo, sino el pueblo, un superpueblo italiano con su plaza, en la cual asoman, amontonados, la iglesia gótica, la fortaleza renacentista, el palacete humbertino, el palacio racionalista del fascismo, la iglesia posmoderna, hecha de plástico transparente. Un conjunto de fachadas obvias, un pueblo donde es imposible vivir.
        
Y durante ese período me comportaba como si ese pueblo fuera a ser habitado en realidad. Con los arquitectos discutía acerca del empedrado; decidía por mi cuenta las tiendas que habría en los portales, lo que pondríamos en cada uno de los escaparates, el río, los tejados, las tejas, los balcones. Y mientras veía a trescientos o cuatrocientos obreros atareados en la construcción de un pueblo que pareciera verdadero, me preguntaba a mi mismo, ¿y ahora qué voy a relatar?
        
Y me respondía: ya verás que alguien asomará por esa ventana; bajo estos portales, alguien se pondrá a pasear, a ver los escaparates; el voceador anunciará las ediciones extra en su puesto de periódicos, y acaso el cura saldrá, tarde o temprano, por el atrio.
Aquí y allá puse unas molduras pintadas en algunas ventanas; con la vibración de los dos actores-personajes a mi alrededor una pequeña punta de la madeja empezó a salir . . . Y es un retrato de mi pueblo, de nuestro pueblo, tal y como me parece que lo vivimos.


sábado, 19 de abril de 2014

Algo pegajoso


Por Mario Levrero

Llevé la mano al bolsillo del saco, en ademán irreflexi­vo, y mis dedos rozaron un objeto inusual entre las habituales monedas: el caramelo que me había regala­do una niña. Lo saqué del bolsillo y comencé a quitar­le la envoltura, de celofán semitransparente, no sin di­ficultad. A veces los caramelos se ablandan con el ca­lor y la humedad y se pegan excesivamente al papel. Recordé que en mi infancia sentía una atracción es­pecial por ese tipo de caramelos un poco revenidos; tenían un gusto más dulce que los otros —o al menos así me parecía.
Por fin el caramelo, de un rojo opaco, quedó unido al papel apenas por un punto de su esférica superficie; lo llevé a la boca, separándolo con los dientes de la envoltura, y de ésta quise desprenderme luego sacu­diendo varias veces la mano con energía. No se desprendió; había quedado firmemente adherida al pulgar. Tomé entonces el papel con la otra mano y logré así liberar el pulgar derecho, pero no sin dejar pega­dos al papel tres dedos de la mano izquierda.
Iba por una calle concurrida. Traté de que nadie notara mi situación ridícula, aunque advertí algunas miradas divertidas o, al menos, interesadas en lo que estaba haciendo. No me había detenido, sino que ha­bía ido enlenteciendo notablemente el paso; retomé un ritmo más acelerado, mientras hacía jugar los de­dos de la mano izquierda para tratar de despegar el papelito. La mano se me fue untando de una sustan­cia gomosa, desagradable, y ahora el papel se adhe­ría con mucha facilidad por cualquiera de sus caras, y al fin quedó totalmente extendido —y pegado— so­bre la palma.
Faltaban todavía unas cuadras para llegar a casa. Allí tendría otros recursos, pero mientras tanto me sentía molesto, y por más que no me lo propusiera conscientemente la misma mano se ocupaba en for­ma automática de tratar de desprender la envoltura —como sucede con la lengua cuando detecta algo desacostumbrado en la boca: la pasta que puso el den­tista o, en este caso, el caramelo, que se iba desha­ciendo lentamente mientras la lengua lo traía y Ilevaba de un lado a otro, y la hacía chocar contra los dien­tes, queriendo sin duda desalojarlo de sus dominios.
El caramelo no tenía el gusto de aquellos de mi in­fancia; tampoco era de sabor vulgar. Se trataba de un sabor agradable, algo ácido, y traté de identificarlo con precisión; fui descartando varios productos, y concluí que debería tratarse de alguna sustancia con la cual no se fabrican habitualmente caramelos; sin embargo, me resultaba un sabor muy familiar. Me llevé la palma de la mano izquierda ante los ojos, bus­cando leer algo en la envoltura que seguía allí pegada.
Me pareció que era sólo un celofán poco transpa­rente, casi blancuzco o más bien grisáceo, sin ninguna clase de inscripciones; luego noté algo como un trazo muy leve, que podía ser tanto un dibujo como la impresión de unas letras. Debería mirarlo al trasluz y en la posición correcta para saber de qué se trataba. La circunstancia no me parecía la más propicia para intentarlo; temía que el papel se me pegara de una forma más incómoda o, peor aún, que se arruinara, transformándose en una bola o llenándose de arrugas irreversibles que ya no me permitieran volver a ex­tenderlo en forma plana para descifrar esa marca o lo que fuera. Y el gusto del caramelo me parecía aho­ra extraordinario, quería seguir probándolo siempre, y pensé que tal vez la niña que me lo había dado no sabría decirme dónde conseguir más.
A dos cuadras ya de casa, me encontré con Anto­nieta. Fue casi sobre la esquina, junto a la vidriera de la farmacia. Ambos nos detuvimos y quedamos mirándonos sin poder hablar.
Hacía seis años que habíamos estado juntos, una sola tarde, hacia el fin del verano. Era una chica extra­ña, enormemente bella y muy difícil de asir. El encuentro había sido puramente físico, en un estilo muy distinto a esas historias tan laboriosas que suelen tejérseme con las mujeres, y que a veces culminan en la relación física sólo después de un proceso a menu­do largo, casi alquímico, de fantasías, anhelos, citas, coloquios, desencuentros, esperanzas y frustraciones.
 En el caso de Antonieta se trató más bien de una ex­plosión que me había dejado sólo la memoria de un placer fugaz, y el enigma de su personalidad. Había tenido su cuerpo, y nada más; tan luego yo, colec­cionista de almas.
Y, había sido yo, precisamente, quien faltara a la cita convenida para el reencuentro. No importa ahora la causa; no había sido falta de interés, aunque al pa­recer ella lo pensó así pues luego no me buscó, y yo no sabía cómo encontrarla. Sospechaba que era casa­da, por el misterio en que se envolvía, pero no sabía de ella nada concreto, apenas el nombre, si es que real­mente ése era su nombre.
Durante un tiempo recorrí ciertos lugares bus­cando el encuentro casual o a veces, más sutilmen­te, me dejaba llevar por intuiciones que en otros ca­sos habían resultado acertadas. Después fueron sur­giendo otros intereses y su imagen se fue desvanecien­do del centro de atención; en realidad, nunca del to­do. No voy a decir que estuve buscándola durante seis años, pero tampoco voy a decir que la había ol­vidado por completo: simplemente había quedado allí, como una imagen estática, como un deseo con­tenido, como la idea un poco triste de todo un mun­do de posibilidades que se había disuelto; una mujer a quien, tal vez, habría podido amar.
Un ciclo no cerrado, no concluido con un adiós, ni un disgusto, ni un reproche; como una herida, leve ciertamente, pero herida al fin, que nunca cicatriza del todo. Algo pegajoso, como un cuento inconcluso.

  Montevideo,
27-28 de agosto de 1977