viernes, 30 de mayo de 2014

Consejos para escribir

Decálogo del escritor - Augusto Monterroso

Primero. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo. No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero. En ninguna circunstancia olvides el célebre dictum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto. Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo. No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo. Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo. Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo. No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo. Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratara de tocarte el saco en la calle, ni te señalara con el dedo en el supermercado.

El autor da la opción al escritor, de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.

16 consejos, Jorge Luis Borges 


En literatura es preciso evitar:

1- Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.

2- Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.

3- La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.

4- En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.

5- En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector

6- Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.

7- Las frases, la escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.

8- La enumeración caótica.

9- Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.

10- El antropomorfismo.

11- La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.

12- Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.

13- Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.

14- En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.

15- Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:

16- Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

Consejos para escritores, Abelardo Castillo

No intentes ser original ni llamar la atención. Para conseguir eso no hace falta escribir cuentos o novelas, basta con salir desnudo a la calle.


En general cuesta tanto trabajo escribir una gran novela como una novela idiota. El esfuerzo, la pasión, el dolor, no garantizan nada. Es desagradable pero es así. No abandones la cama sin meditar en esto.


No cualquier cosa, por el mero hecho de haberte sucedido, es interesante para otro. Esto vale tanto para escribir como para conversar.


Los sueños ajenos son invariablemente aburridos. Nunca olvides que tus propios sueños, para el otro, son ajenos.


De tanto en tanto recordarás esta historia. Alguien le llevó un manuscrito a Antón Chéjov y le preguntó:
-¿Que hago maestro? ¿Lo publico o lo tiro a la basura?
- Publíquelo - dijo Chéjov - de tirarlo a la basura ya se encargaran los lectores.


PD: Después de habernos "aplastado" con el ingenio de estas frases, Abelardo Castillo nos hace un guiño de burla y nos dice, ya en tono más confidencial y un poco después de la última cerveza:

"No creas en las máximas de los escritores. Tampoco en estas. Lo que cautiva de una máxima es su brevedad; es decir, lo único que no tiene nada que ver con la verdad de una idea."

Escribir un cuento, Raymond Carver


Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición, y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O'Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway.
Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. "El esmero es la UNICA convicción moral del escritor". Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa "única convicción moral", deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar,. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Solo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la "innovación formal", y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta "pop". Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de "innovaciones formales" en la narración. Muy a menudo, la "experimentación" no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá solo resulte interesante par un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó "especificación endeble" a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que debe acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. "Lo haría mejor si tuviera más tiempo", dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado Writing Short Stories, Flannery O'Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O'Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la "piadosa gente del pueblo", para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O'Connor.
Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.
Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma ene l cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como "algo vislumbrado con el rabillo del ojo", otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.
 

Consejos sobre el arte de escribir cuentos, Roberto Bolaño


Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.

1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.

2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.

3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes.

4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.

5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.

6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.

7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!

8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.

10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.

11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo.


Decálogo del perfecto cuentista - Horacio Quiroga


I

Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.

II

Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV

Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V

No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI

Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII

No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII

Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX

No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Decálogo del novelista perfecto, Leonard Elmore


1. Nunca empieces un libro hablando del clima.
Si sólo te sirve para crear atmósfera y no es una reacción del personaje al clima, no debes usarlo demasiado. El lector buscará las reacciones del personaje. Hay algunas excepciones, claro. Si te llamas Barry Lopez y conoces más maneras de describir el hielo y la nieve que un esquimal, puedes hablar del clima tanto como te dé la gana.

2. Evita los prólogos.
Pueden resultar molestos, especialmente un prólogo después de una introducción que viene antes de la dedicatoria. Pero en no ficción son muy habituales. En una novela, el prólogo cuenta los antecedentes de la historia, pero no hace falta contarlos al principio, puedes ponerlos donde quieras. Siempre hay excepciones, claro. Dulce jueves, de John Steinbeck, tiene prólogo, pero me parece bien, porque es un personaje del libro que deja claras las reglas, que nos explica cómo le gusta que le cuenten las cosas. Lo que hizo Steinbeck en Dulce jueves fue titular los capítulos a modo de indicación, aunque algo oscura, acerca de lo que tratan. Hay dos capítulos que llega a titularlos “Hooptedoodle” (palabrería), en los que avisa al lector: “Aquí haré vuelos espectaculares con mi escritura y no se entremezclará con la historia. Sáltatelos si quieres”. Dulce jueves se publicó en 1954, cuando yo empezaba a publicar, y nunca olvidaré el prólogo. ¿Si leí los capítulos “Hooptedoodle”? Cada palabra.

3. No uses más que “dijo” en el diálogo.
La frase, en el diálogo, pertenece al personaje. El verbo viene a ser el escritor husmeando donde no debería. El verbo “decir” es bastante menos intruso que “gruñir”, “exclamar”, “preguntar”, “interrogar”... Cierta vez leí un “ella aseveró” al final de una frase de un personaje de Mary McCarthy y tuve que parar de leer para buscarlo en el diccionario.

4. Nunca uses un adverbio para modificar el verbo “decir”.
... amonestó severamente. Usar un adverbio de esta manera (o de casi cualquier manera) es un pecado mortal. El escritor se expone a interrumpir el ritmo de intercambio cuando usa este tipo de palabras. Un personaje cuenta en uno de mis libros cómo solía escribir sus romances históricos “llenos de violaciones y adverbios”.

5. Controla los signos de exclamación.
Se permiten alrededor de dos o tres exclamaciones por cada 100 mil palabras en prosa. Si tienes el don de Tom Wolfe con ellos, puedes usarlos profusamente.

6. Nunca uses frases como “de repente” o “de pronto”.
Esta regla no requiere ninguna explicación. Me he dado cuenta de que los escritores que usan exclamaciones como “de repente” suelen tener menos control sobre sus signos de exclamación.

7. Usa términos dialectales muy de vez en cuando.
Si empiezas a llenar la página con un diálogo ininteligible, no podrás parar. Un buen ejemplo sería Annie Proulx, que es capaz de captar muy bien el sabor del habla de Wyoming.

8. Evita las descripciones demasiado detalladas de los personajes.
Steinbeck lo hacía. Pero en el cuento Colinas como elefantes blancos”, Hemingway, por ejemplo, usa una única descripción para el personaje de la mujer que acompaña al americano: “Se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa”. Es la única referencia física en la historia, pero aún y así vemos a la pareja y sabemos de ellos por su tono de voz... sin adverbios que los acompañen.

9. No entres en demasiados detalles al describir lugares y cosas.
Si no eres Margaret Atwood, que pinta escenas con el lenguaje o no puedes describir el paisaje como lo hace Jim Harrison, no lo hagas. Incluso si estás dotado para las descripciones, ten en cuenta que el meollo de la historia debe ser la acción, no la descripción.

10. Trata de eliminar todo aquello que el lector tiende a saltarse.
Esta regla se me ocurrió en 1983. Piensa en lo que te saltas cuando lees una novela: largos párrafos de prosa con demasiadas palabras. ¿Qué está haciendo el escritor? Hablar del tiempo, o ha entrado en la mente del personaje y el lector o bien sabe qué es lo que piensa el personaje, o bien no le importa. Me apuesto lo que sea a que no te saltas el diálogo. Mi regla más importante es una que las engloba a las diez. Si suena como lenguaje escrito, lo vuelvo a escribir. Si la gramática se inmiscuye en la historia, la abandono. No puedo permitir que lo que aprendí en clase de redacción altere el sonido y el ritmo de la narración. Es mi intento de permanecer invisible, no distraer al lector de lo que es escritura obvia (Joseph Conrad habló una vez de las palabras que se inmiscuyen en lo que quieres contar). Si escribo una escena, siempre desde el punto de vista de un personaje (el que me da la mejor visión de la vida en esa escena en particular), puedo concentrarme en las voces de los personajes contando quiénes son y cómo se sienten, qué ven y qué sucede. Así es como desaparezco de la escena.


viernes, 16 de mayo de 2014

El último encuentro - Sandor Marai (Capítulo I)

El general se entretuvo casi toda la mañana en la bodega del lagar. Había  salido al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían  a moho le esperaba el montero, para entregar a su señor una carta que acababa de llegar.
 —¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus sirvientes de confianza, en la oficina del administrador.
 —Un recadero acaba de traerla —dijo el montero, que se mantenía en posición de firme en el porche.
 Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de las persianas medio echadas.
 —Espera —dijo por encima del hombro al montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón.
 Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo.
 —Que Kálmán prepare el coche para las seis. El landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante.
 —Entendido, excelencia —respondió el montero, mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto.
 —A las seis y media os vais —dijo, moviendo a continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo.
El montero repitió las instrucciones. Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del primer piso.
El general entró en su habitación, se lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde, salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo, alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía.
En una pared había un almanaque de números enormes. Catorce de agosto. El general echó la cabeza hacia atrás, para contar. Catorce de agosto. Dos de julio. Contaba el tiempo transcurrido entre una fecha remota y aquel día. Cuarenta y un años, dijo en voz alta. Hacía rato que hablaba en voz alta, aunque estaba solo en la habitación. Cuarenta años, repitió después, un tanto confundido. Como un colegial que se enreda por lo difícil de los deberes, se puso colorado, echó la cabeza atrás y cerró los ojos humedecidos. Por encima de la chaqueta amarilla como el maíz tenía el cuello hinchado y rojo. Dos de julio de mil ochocientos noventa y nueve, la fecha de aquella cacería, musitó. Luego guardó silencio. Apoyó los codos en el pupitre, con preocupación, como si fuera un colegial aplicado,volvió a mirar el texto de la carta, aquellas pocas líneas. Cuarenta y uno, dijo al final, con la voz ronca. Y cuarenta y tres días. Eso era.
 A continuación, como si ya se hubiese calmado, dio unos pasos por la habitación. En el centro había una columna que sustentaba el techo abovedado. Antaño había habido allí dos habitaciones: un dormitorio y un vestidor. Hacía muchísimos años —ya sólo contaba las décadas, no le gustaban los números exactos, como si todas las fechas le recordaran algo que prefiriese olvidar— había mandado derribar el muro que separaba las dos estancias. Sólo se dejó intacta la columna que soportaba las bóvedas del centro. La casa la había construido doscientos años atrás un proveedor militar que abastecía de avena a la caballería del ejército austriaco y que más tarde se hizo con el título de duque. Fue entonces cuando mandó construir la mansión. El general había nacido en la casa, en aquella habitación. La más oscura de las dos habitaciones, cuyas ventanas daban al jardín, al huerto y a los edificios de la hacienda, era por entonces la de su madre, y la más luminosa y alegre servía de vestidor. Hacía ya décadas, al cambiarse él a esta ala del edificio, había mandado derribar el tabique medianero y había convertido las dos habitaciones en una sola, más grande, dominada por las sombras. Había diecisiete pasos desde la puerta hasta la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión.
Vivía en aquella habitación, adaptado a las dimensiones de las enfermedades que le acechaban. Le quedaba como hecha a medida. Pasaban años y años sin que se desplazara a la otra parte del edificio, ocupada por salones multicolores, verdes, azules y rojos, con arañas doradas en el techo. Allí las ventanas daban al parque, a los castaños que asomaban tras los cristales de ventanas y puertas, ascendiendo en semicírculo, orgullosos, ante los balcones de piedra del ala sur de la mansión, elevando en primavera sus flores rosadas y sus hojas verde oscuro. Unos angelitos regordetes de piedra sostenían los pasamanos de los balcones. El general se pasaba las mañanas en el lagar o en el bosque, se acercaba a diario al arroyo lleno de truchas, incluso en las mañanas lluviosas y frías del invierno. Luego, al volver a la casa, subía desde el porche a su dormitorio, donde le servían la comida.
 —Así que ha regresado —dijo en voz alta—. Después de cuarenta y un años. Y cuarenta y tres días.
 Se tambaleó de repente, como si se hubiese agotado al pronunciar tales palabras, como si hubiera comprendido de pronto lo mucho que eran cuarenta y un años y cuarenta y tres días. Se sentó en una de las sillas tapizadas en cuero, un tanto destartaladas. En la mesilla había una campanilla de plata al alcance de la mano: la agitó.
 —Que suba Nini —le dijo al criado. Luego añadió cortésmente—: Que haga el favor.

 No se movió, se quedó sentado, con la campanilla de plata en la mano, hasta que llegó Nini.

viernes, 2 de mayo de 2014

La invención de Morel - Adolfo Bioy Casares (capítulo 2)

Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan verdaderos como yo.
Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.
Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro, inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos -un fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar- me privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.
En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o trámites, al calabozo.
Exagero: miro con alguna fascinación -hace tanto que no veo gente- a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:
Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.
Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la primera visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas ocultas en los matorrales. Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.
Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más grande que he visto desde que estoy en la isla.
Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña despertarme en el agua. La marea sube a eso de las siete de la mañana; a veces llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los días; un error me llenaría de agua los pulmones.
Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo -Ostinato rigore- e intentaré seguirla.